(Presentación que tuvo lugar en el año 2010 en el Palacio de la Fundación Casa de Medina Sidonia, en Sanlúcar de Barrameda)
Ya el padre Cesari, a fines del siglo
XIX, en su “Historia de la Música Antigua” anunciaba en el preámbulo que era
una misión casi imposible conocer la verdadera historia de la Música de la más
remota antigüedad, pues anteriormente a la Edad Media, «Europa yace para
nosotros, en esta materia, sumida en la oscuridad». Aunque deja bien claro, al
tratar directamente el asunto, que «la música existe desde que existe el
Universo» y que, como todas las bellas artes, le habla al corazón del hombre
con «su lenguaje poético, universal, infinito», y se presta «al supremo fin del
progreso social y al perfeccionamiento del individuo», caminando paralelamente
al desarrollo de la ciencia y la literatura.
Ya desde el principio de los tiempos,
a la Música se le reconoce la virtud de despertar en el hombre los más variados
sentimientos y estados de ánimo. A su vez, también está documentado que el arte
musical, asociado, en estos primeros momentos, al ritmo del baile y la danza,
actúaba como vehículo canalizador y catalizador de la expresión pública de una
larga serie de sentimientos que se tratan de contagiar y compartir con nuestros
semejantes. La música, por tanto, es intrínseca a la naturaleza humana. Guarda
dentro de sí la capacidad del canto y del ritmo, y en su larga y constante
evolución a la largo de los siglos, en su perfeccionamiento, se fueron
descubriendo progresivamente los diferentes instrumentos musicales con los que
poder reforzar esta capacidad y aumentar el potencial sonoro y expresivo.
Tan difícil (o más) es investigar la
historia de la música en los primeros pueblos como intentar descubrir cómo
“sonaban” esas primeras lenguas. Reconstruir la lengua egipcia hablada con la
sola ayuda de los jeroglíficos que han quedado como testimonio fijados en
algunas paredes, murales o papiros, se presenta como una empresa prácticamente
imposible, aunque hay quienes aseguran que eso sí es posible y dedican su vida
a estudiar e intentar reproducir de qué manera sonaba la lengua de los
faraones.
Desde el principio de los tiempos, la
música está considerada como el lenguaje universal por excelencia, por encima
incluso o, cuando menos en igualdad de condiciones, de los gestos, imágenes o
sílabas y palabras más o menos rudimentarias, pues expresa ante todo emociones,
desde las más simples, como el miedo, la tristeza o la alegría, a las más
complejas, como el amor, la angustia existencial, el odio, o la pasión romántica. Donde no llega la
palabra, llega la música.
La música ha acompañado al hombre en
su crecimiento y en su evolución. Cuando este poder de excitar las emociones
dio sentido al nacimiento de una espiritualidad en la que el hombre depositó
todo aquello que le era desconocido y para lo que no encontraba explicación,
llegó a crearse un sentimiento “religioso” en el que creyó encontrar “la razón”
de su existencia y el origen de todos los fenómenos naturales que le afectaban.
Como una parte más del rito que acompañaba la invocación de poderes
sobrenaturales que protegían al hombre de su indefensión ante la naturaleza y
la muerte, la música ponía el ambiente o la atmósfera adecuada al ceremonial,
como una parte más, como un ingrediente insustituible en la búsqueda de la
magia y la espiritualidad. Incluso se llega a usar este primario arte de los
sonidos para curar ciertas dolencias, en una primera forma rústica de la actual
“musicoterapia”.
La capacidad de cantar acompañaba al
rezo y a la meditación. El ritmo estimulaba los sentidos y preparaba el cuerpo
para el combate o para el amor. Cualquier tipo de ocasión que se saliera de lo
cotidiano, fuese religiosa o profana, debía estar acompañada de música, un
elemento que acompañaba y distinguía un día especial de un día normal. Así que
este arte se convirtió en el compañero inseparable del hombre en el templo, en
el campo, en todo género de espectáculos y toda suerte de ceremonias domésticas
y populares, incluidos los funerales. Por ello Estrabón opinaba que la música
era una obra divina y que los músicos no sólo son (somos) ministros de la
divinidad sino que en cierto modo pueden (podemos) ser considerados como
dioses.
Todos estos interesantísimos temas se
tratan en el libro de Ángel Román Ramírez, que les presento esta noche, La
música en Tartessos y en los pueblos prerromanos de Iberia.
Ángel Román es Musicólogo (Licenciado
en Historia y Ciencias de la Música) por la Universidad de Granada, además de
compositor, investigador y escritor. Profesor actualmente de Música en la
Educación Secundaria Obligatoria (en las Escuelas Profesionales SAFA San Luis
de El Puerto de Santa María), también ha ejercido y ejerce labores de crítico
musical: Aún recordamos la positiva impresión que nos causaron en su día sus
estupendos artículos sobre música en el semanario local “Sanlúcar Información”.
Su labor como compositor es extensa, pues aún a pesar de su juventud, Ángel
Román es autor de más de 50 canciones,
10 Poemas Sinfónicos, 2 Suites Sinfónicas, 2 Rapsodias y una variedad de piezas
compuestas en los más diversos estilos.
Algunas de sus obras sinfónicas ("El
Infierno" de Dante o Hadas)
han sido utilizadas como banda sonora del cortometraje El Retocador de Fotografías, dirigido por María Regla Prieto y
Gustavo Vega (que se estrena el próximo 22 de mayo en nuestra ciudad).
Este libro que hoy presentamos es la
segunda entrega que nos ofrece de su gran ciencia musicológica, pues ya en 2004
celebramos todos la llegada de su primer trabajo, que fue editado por el Centro
de Documentación Musical de Andalucía de la Consejería de Cultura, bajo el
título Introducción a la música en la España antigua y en la Andalucía
prerromana. Estamos, por tanto, ante un verdadero especialista sobre la
materia que, abundando, ahondado aún más en esta difícil temática, aborda ahora
en este libro los rasgos más científicos y objetivos de la música tartésica y
prerromana en Iberia.
Este impresionante trabajo, repleto
de erudición y documentación, se divide en dos partes bien diferenciadas. La
primera está dedicada a la “búsqueda” del territorio sobre el cual se va a
desarrollar luego la interesantísima segunda parte, dedicada al estudio en
profundidad propiamente musicológico, con una gran cantidad de información
sobre La música entre los pueblos de la península ibérica prerromana.
El territorio que estudia Ángel se ha
convertido en una tierra tan paradisíaca como la que nuestros antepasados
pisaron antes que nosotros, ésta en la que estamos ahora mismo y que podría
ser, según La Odisea, la Esqueria, una región «en la que existía una sociedad (los
feacios) que otorgaba una especial importancia a la Música», similar a la
legendaria Tartessos, que contaba con puestas en escena que bien podría ser la
de nuestro flamenco: los “aedos”, cantores mitad músicos, mitad poetas, se
acompañaban de la lira en sus cantos poéticos... Se sentaban en medio de los
convidados al banquete, junto a una mesa en la que solía haber vino para que el
cantor bebiese siempre que su ánimo se lo aconsejara, ensalzando en sus cantos las hazañas guerreras y/o amatorias, mientras
los comensales se deleitaban con la música. Estos cantores exaltaban a sus
señores, cantando sus hazañas, acompañándose, como hemos comentado, de instrumentos similares a la lira.
Según los
datos aportados por la Arqueología, la música desempeñó un papel muy importante
en la protohistoria peninsular. Se encuentran multitud de vestigios relativos
al tema musical, sobre todo, en las inscripciones o estelas de carácter
mortuorio, donde aparecen no sólo los adornos usuales, sino una larga serie de
instrumentos musicales, así como personas en actitud de danzar.
En la
Iberia, la música acompañaba a los funerales, pero también a los banquetes y
las fiestas, en las que el “aedo” – poeta/cantor- era el protagonista, y en muchas ocasiones
junto al canto se danzaba, como se refleja en muchas ocasiones en La Odisea.
La actividad de los fenicios
favoreció no sólo el comercio, sino que transmitieron a través de sus rutas
comerciales la cultura que todos conocemos como “cultura mediterránea”, que
alcanzó gracias a este pueblo un gran desarrollo y una amplia expansión, pues
divulgaron durante cientos de años la parte más avanzada de las distintas
culturas civilizadas del “mare nostrum”. Terminaron extendiéndose hasta
el “Extremo Occidente”, el límite del mundo conocido entonces, y fundaron Gadir
o Cádiz, en el año 1100 antes de Cristo según las fuentes históricas, o unos
siglos después según la Arqueología.
Hacia el siglo VI antes de Cristo,
nació la Cultura Ibérica (coincidiendo con la misteriosa desaparición de
Tartessos) en la que convergerían elementos indígenas, semitas y griegos.
El autor se hace a sí mismo la
pregunta clave: «¿Puede la Musicología aportar algún parámetro con el que se
pudiera empezar a trabajar, para intentar llegar a alguna conclusión en el
estudio de la música de Tartessos y del resto de la antigua Iberia?».
Desde luego tenemos que convenir en
que la respuesta a esta pregunta es afirmativa, pues Ángel Román lo ha
conseguido en esta obra, ya que además de proponer unas líneas de trabajo e
hipótesis muy interesantes, argumenta todos y cada uno de sus razonamientos en
la extensísima bibliografía aportada, un estudio exhaustivo sobre el tema, que
incluye las últimas investigaciones más actuales no sólo en español sino en
inglés y otros idiomas.
Ángel nos ofrece un repaso
absolutamente magistral sobre los más consistentes mitos que afectan a nuestro
territorio, a saber, “las leyendas de Hércules”, “las referencias bíblicas”, el
mito de la Atlántida, etc., sin perder nunca el marco conceptual, teórico e
ideológico de la Íliada y la Odisea,
las obras de quien él llama “Homero” con comillas, tratando también la cuestión
homérica con profundidad y coherencia. Pero no sólo las obras de Homero son las
guías de nuestro autor. Por las páginas de este libro desfilan los más
acreditados autores y obras de la antigüedad clásica, como Platón, Aristóteles
o el ya citado geógrafo Estrabón, e incluso se toman numerosas referencias y
párrafos de la Biblia.
La descripción del Paraíso que nos
ofrece Homero coincide sospechosamente con este territorio en el que vivimos y
que es la materia de estudio de este libro, un territorio privilegiado, lugar
de suaves inviernos, donde sopla el viento de poniente con gran pureza, no
llueve y no nieva. Debido a su gran parecido climatológico, este paraíso podía
ser perfectamente la “Esqueria”, esa región donde la práctica de la música era
tan cotidiana y que aparece en la Odisea como “una ciudad cercada por un alto y
torreado muro, circundada por el mar alborotado con un hermoso puerto a uno y
otro lado. Allí hay terrenos cultivados por el hombre, olivares y viñedos, y un
camino por el que se sube a la ciudad”. También hay gran cantidad de árboles
frutales. El poniente sopla constantemente y hace que los frutos no se pierdan
ni en invierno ni en verano.
Los habitantes de esta región,
llamados feacios, eran espléndidos navegantes y marineros, y es de suponer que
la pesca también era una de sus formas de subsistencia. Existe un templo dedicado a Poseidón (el dios
del Mar, de los Vientos y de las Tempestades) a cuyo lado estaba el ágora. Su
decoración era lujosa. Las mujeres tejen tapices y TIENEN ADEMAS PUREZA DE
CORAZON (Ver: Odisea, p. 157) Son famosos los banquetes que se celebran
allí, en los que se sacrifican animales, se bebe vino, de forma ritual y por
puro placer. A cualquiera, desde luego, le apetecería viajar y vivir en una
tierra así, que se encuentra en este sentido con una “publicidad” literaria en
cierta medida parecida a la que atrapó a los españoles después de 1492 cuando
se descubrieron las Indias.
No cabe identificar esta maravillosa
tierra con la Tartessos ibérica, pero tampoco se puede desdeñar totalmente dado
el parecido asombroso que mantiene la descripción homérica con el occidente de
Andalucía, pues es posible que la Tartessos descrita por los fenicios no fuera
un lugar concreto, sino una manera genérica de nombrar las lejanas colonias
occidentales del Mediterráneo, que se fueron convirtiendo poco a poco en un
emporio. La fe en que algún día aparezca definitivamente la ubicación concreta
no deja tampoco dormir tranquilo a Ángel Román que, como Schielmann, está
convencido de que tarde o temprano se descubriraán las ruinas y el
emplazamiento de Tartessos, al igual que apareció Troya, gracias a la
información suministrada entre otros por Homero.
No deja de tener su gracia que uno de
los pueblos que primero poblaron Tartessos fueran “los cunetes”. Hay que decir
que han logrado perdurar hasta nuestros días, dando ejemplo de una gran longevidad
y de cómo los siglos mantienen la terminología y las costumbres más antiguas,
en el libro de Ángel Román sabrán ustedes por qué. Lo cierto es que los cunetes
llegaron hasta el Fin del Mundo, que entonces terminaba en el Cabo de San
Vicente, en el Algarve, y en los océanos que lo rodeaban habitaban monstruos
terribles según los griegos.
Ya en la segunda parte de su
espléndido trabajo, Ángel Román pasa a analizar todas y cada una de las
características más sobresalientes de la música en la Antigüedad, desde Egipto,
Grecia, Palestina y Etruria, los pueblos que más destacaron en el cultivo del
arte de la Música y que mayor influencia tuvieron sobre nuestra región. Tengo
que reseñar mi modesta opinión sobre el nacimiento de las primeras formas de
polifonía, que, a mi entender, se comienzan a practicar con lo que los
armonistas llaman notas pedales o bordones. Una nota fundamental de la escala,
mantenida durante largo tiempo, como hilo conductor y guía de la melodía
principal, que es la que se ocupa de realizar la vocalización o declamación del
texto, que bien podría ser en un principio silábico (una nota por cada sílaba)
y más tarde melismático (varias notas en una misma sílaba). Indudablemente que
un tercer paso, tal y como explica nuestro musicólogo, llevaría al paralelismo
de las voces, cantándose una misma melodía en intervalos de cuarta o quinta,
pero esto fue aceptado como producto más de una práctica cotidiana que de un
recurso voluntario, ya que está comprobado que “el mal oído” de algunas
personas o la falta de tesitura en su aparato vocal hace que no puedan cantar
al unísono sino a la cuarta a la quinta superior o inferior.
En los capítulos siguientes, la obra
se centra en la parte sin duda más sustancial y puramente musical, pues se
detiene en el análisis exhaustivo de la música en la Andalucía prerromana,
fiestas y ritos, instrumentos y cómo no, en las célebres puellae gaditanae,
esa suerte de bailarinas de un flamenco ancestral, que según las crónicas,
bailaban tan sensualmente “que harían masturbarse al mismísimo Hipólito”, el
paradigma entre los autores clásicos de la castidad y la pureza de cuerpo y
espíritu. Los siguientes capítulos están dedicados a los testimonios musicales
que nos han quedado en otras regiones españolas, a las que Ángel Román también
atiende en esta obra fundamental para conocer nuestro pasado musical más remoto
y los orígenes más interesantes de nuestra cultura artística y que aún perdura
mantenida en el folklore de mayor tradición oral, como es el flamenco y sus
equivalentes en las restantes comunidades ibéricas.
Enhorabuena Ángel y muchas gracias por escribir
esta obra, con la que he disfrutado y
aprendido mucho. Gracias a todos.SALVADOR DAZA PALACIOS, (c) 2010
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