(c) Salvador Daza Palacios
Según la hoja de servicios de la Guardia Civil, el teniente Francisco Jiménez Topete nació en Villamartín (Cádiz) en 1866. Era hijo de Francisco Jiménez Bueno, teniente coronel del mismo cuerpo, y de Carmen Topete Pajarero. Entró como alumno de Infantería a fines de Agosto de 1880. Tres años después fue nombrado alférez y, tras permanecer en este grado cuatro años fue ascendido a teniente. Permaneció en este puesto hasta Abril de 1891, en que fue nombrado primer teniente de la Guardia civil, en cuyo escalafón permaneció más de once años. Cuando fue nombrado teniente prestaba ya sus servicios en Sanlúcar de Barrameda, en el regimiento Extremadura que estaba de guarnición en la ciudad. Tras esta vertiginosa carrera militar, Jiménez Topete terminó trágicamente su vida en 1902 en Sanlúcar, donde desempeñaba el mando de la línea desde hacía más de siete años. Topete era sobrino del general de Marina Cervera y yerno del general Francisco Alaminos. A esta filiación familiar achacaban algunos medios su rápido ascenso, pues parece que en el momento de su muerte estaba próximo su nombramiento como capitán.
El inspector general del Cuerpo, con fecha 4 de Abril de 1902, dispuso que se anotase en su hoja de servicios la felicitación que le había hecho llegar el Ayuntamiento sanluqueño por «el brillante comportamiento observado por este oficial y la fuerza a sus órdenes durante la última huelga de obreros ocurrida en dicha población». Efectivamente, el 8 de Marzo anterior, el alcalde de la ciudad, José Hontoria, pidió que se hiciera constar en acta «la decisión, celo y relevantes servicios prestados durante los días de la calamidad obrera por el pundonoroso teniente de la Guardia Civil de esta línea». Jiménez Topete, «excediéndose en el cumplimiento de sus deberes», estuvo apoyando permanentemente a la primera autoridad. Y había secundado «con gran prudencia, resolución y denodados bríos, todas las disposiciones de la alcaldía; sin que ni por un momento se le viera flaquear su ánimo, ni su decidido apoyo en sostener la causa del orden, prestando todos los auxilios necesarios a la autoridad local (1)».
Estas buenas relaciones entre teniente y Ayuntamiento se vieron confirmadas (y premiadas) por la concesión otorgada por éste último al instituto armado de una rebaja del cincuenta por ciento en el costo diario de la estancia en el Hospital municipal para los miembros del cuerpo. Según los solidarios concejales, si un individuo del cuerpo enfermaba y pagaba lo que todos los demás ciudadanos, una peseta con cincuenta céntimos diarios, eso supondría «reducir a la miseria a su familia», pues no les quedaría de su escaso haber ni para atender a lo más necesario para la vida (2)».
Parece que Jiménez Topete era un oficial muy escrupuloso, riguroso y cumplidor de sus deberes como miembro de la benemérita. Ni por amistad, ni en los momentos de mayor alegría, se olvidaba de su carácter militar y del puesto que desempeñaba; aunque quienes le conocían aseguraban que tenía un trato agradable, con un carácter atento y una buena formación.
Pues aún a pesar de todas estas virtudes, el 18 de Septiembre del mismo año 1902, una tragedia ocurrida en la misma comandancia de Sanlúcar que dirigía acabó con su vida. Su subordinado, el guarda segundo del mismo puesto, Julián Hernández Pérez, le disparó un tiro con su carabina máuser que le causó la muerte casi inmediata. Jiménez Topete tenía entonces 36 años (3).
El asesinato causó una gran impresión no sólo en Sanlúcar, sino en todo el país. Este hecho luctuoso vino a sumarse a otros episodios sangrientos ocurridos con anterioridad en otros lugares, como Málaga (4) y Zaragoza, y la prensa aprovechará este nuevo caso para realizar fuertes críticas al instituto armado y al uso represivo que de él hacía el Gobierno, pues se alegaba que la autoridad política disponía de otros medios policiales para controlar el orden público y no necesitaba recurrir a los medios extremadamente violentos de un cuerpo militar que, cumpliendo sus ordenanzas, no tenía reparos en utilizarlos contra la población indefensa.
La prensa, además de divulgar estas críticas, también informa de la existencia de graves episodios de indisciplina y de falta de respeto de los subalternos hacia sus superiores. Estos episodios llegaban a consumarse a veces en crímenes sangrientos, sin que en ningún momento se depuraran responsabilidades. Todo ello iba en detrimento de una institución que fue, en su día, «admirada y admirable». En su crónica de lo sucedido en Sanlúcar, el corresponsal José María Macías culpabiliza a directamente a «los Gobiernos» de querer convertir a los guardias civiles en «guindillas con tricornios» y hace las siguientes consideraciones:
La Guardia civil se debe sacar a la calle nada más que para hacer fuego, con arreglo a sus ordenanzas, en los momentos necesarios; y no para que troten los caballos, arrojándolos sobre el pueblo, y repartan palos y correazos, como el último de los municipales.
Eso es prostituir una clase respetada y temida hasta ahora. De ahí arrancan los desmanes del pueblo contra ella; de ahí el disgusto y el malestar en oficiales y subordinados; de ahí el olvido de la disciplina; de ahí una degeneración gradual y lenta, pero continua, cuyos efectos se notan a cada instante...
En este clima de fuerte crítica social tiene lugar el atroz homicidio del teniente Jiménez Topete, que se había destacado precisamente por su “eficacia” en la represión de las huelgas de los obreros sanluqueños. Pero las circunstancias de su muerte no pueden parecer, a simple vista, más absurdas.
El hecho criminal.
El guardia civil Julián Hernández Pérez parece que era un poco sordo y varios días antes del crimen coincidió como pareja de otro guardia llamado Antonio Conejo, que también era algo tardo del oído. Iban los dos como escolta del general Luque (quien llegaría a ser, años después, director general del cuerpo). Éste dio una orden a los guardias que ninguno de los dos oyó. A raíz de esto tuvieron sus diferencias y después siguieron resentidos. Cuando salían de servicio se suscitaban continuas rencillas entre ellos, así que el guardia Conejo, la noche del 17 de Septiembre, dio cuenta de ello al cabo Manuel Flórez, quien comunicó lo ocurrido al teniente Topete y éste, a las ocho de la mañana del día siguiente, reprendió a los escoltas por no haber cumplido las instrucciones del general Luque. También les conminó a que cesaran en sus rencillas personales, pues no eran tolerables entre dos compañeros que dormían además bajo el mismo techo de la casa cuartel.
Tras la reprensión hecha por el teniente Topete el guardia Hernández se marchó a realizar su servicio a la estación de tren, acompañado de una nueva pareja. Cuando volvió del servicio y regresó al cuartel situado en la calle Luis de Eguilaz (5), Julián Hernández no entregó su arma reglamentaria como era su obligación, sino que se quedó con ella. Cuando el teniente Topete salía de la cuadra de los caballos, acompañado por un hijo suyo de cinco años, eran aproximadamente las cuatro de la tarde del 18 de Septiembre de 1902. En este mismo momento, el guardia Hernández, que le acechaba, le apuntó por la espalda con su máuser. Entonces Topete se volvió al escuchar algún ruido y le espetó al guardia que no le disparara. Pero Hernández, sin hacer caso, le disparó, atravesándole con la bala los pulmones al oficial, muriendo casi al instante, aunque quedó unos segundos de pie hasta que su asistente, el cabo Flórez, lo sentó en el suelo. La bala que le atravesó el pecho recorrió después varias habitaciones del cuartel y quedó escondida en un saco de cebada.
Tras oírse la detonación, la esposa del teniente se asomó al patio desde el piso alto preguntando qué había sucedido. Parece que fue el propio hijo de la víctima quien contestó a su madre diciéndole que “¡Hernández le ha pegado un tiro a papá con el máuser...!”. La mujer, presa del dolor, bajó rápidamente y se arrojó sobre el cuerpo de su esposo. Pero era ya demasiado tarde. Su marido sólo pudo mirarla un momento, estrechándole su mano ya sin fuerzas. Los cuatro hijos que tenía la víctima lloraban alrededor del cuerpo mientras su madre abrazaba el cuerpo sin vida del teniente. Hubo que emplear cierta fuerza para separarla del cadáver de su esposo.
El asesino.
Julián Hernández Pérez era guardia civil de caballería y según parece tenía un carácter brusco y violento, aunque otros aseguraban que gozaba de un buen concepto en el pueblo y había tenido una conducta intachable, sin haber sido reprendido nunca. Tenía 28 años, era hijo de un oficial de carabineros y hacía unos seis meses que se había casado en La Línea de la Concepción. Sólo llevaba en Sanlúcar mes y medio y no había duda de que había premeditado su crimen, como podía desprenderse del hecho mismo.
Sin soltar el máuser, el asesino huyó del cuartel por las calles Cuna y San Agustín, y siguió hasta el Palmar. Después torció a la derecha metiéndose por campos y carreteras hasta las cercanías del Cementerio; más concretamente en el lugar conocido como La Dehesilla. Allí se encontró a dos trabajadores del tejar que allí existía, a los cuales les dijo:
—He matado al teniente y ustedes serán testigos de lo que voy a hacer.
Y sacando su revólver, se quitó el tricornio, disparó un tiro al aire para probar el arma y luego, apuntando con el cañón su oído derecho, disparó. La bala le atravesó la cabeza y le vació el ojo izquierdo. (Otros periodistas dicen el revólver se lo puso en la sien izquierda y le destrozó el ojo derecho después de atravesar el cráneo). Poco después llegaron los guardias civiles que se habían enviado en busca del agresor, bajo el mando del cabo Antonio Cartón. La consigna del cabo a los guardias que iban con él persiguiendo a Hernández era que dispararan a matar, pero no tuvieron necesidad de vengar la muerte del jefe con otro asesinato (con lo cual se hubieran repetido los acontecimientos sucedidos en Málaga unos días atrás) (6). El agresor se encontró de pronto en un callejón sin salida y, preso de una culpabilidad suprema, decidió acabar con su vida.
– Se ha suicidado—dijeron los alfareros al cabo Antonio Cartón y a sus hombres cuando llegaron al lugar.
—Ha hecho bien— contestaron los guardias.
Después de esto levantaron el cadáver y lo condujeron al depósito municipal situado en el hospital de San Diego.
La infortunada esposa del guardia se encontraba en aquellos momentos embarazada de seis meses. A partir de ese momento se le considera también una víctima de la tragedia ocasionada por su marido. Según relató la prensa, cuando supo lo ocurrido en el cuartel sólo decía, puesta de rodillas:
– ¡Dios mío, que se mate!
El destino cumplió sus deseos y Julián Hernández no soportó el remordimiento del grave delito que había cometido y acabó con su propia vida.
Jefes y oficiales. La familia de Jiménez Topete.
Enterados del trágico suceso, llegaron a Sanlúcar, procedentes de Cádiz, el comandante Manuel Díaz Pinés, que era jefe accidental de la Comandancia y el capitán Luis Martí, encargado de instruir el sumario sobre lo acaecido, que comenzó enseguida y terminó a las pocas horas. También llegaron el sargento José Cordón y doce guardias bajo su mando. En el mismo tren venía el primer teniente Pedro Jiménez Topete, hermano del difunto, quien, enterado de la fatal desgracia, salió a caballo desde Medina Sidonia, donde estaba de jefe de línea.
Llegaron también a Sanlúcar en el tren de las dos de la tarde del 19 de Septiembre la anciana madre del teniente, Carmen Topete, que vivía en Utrera, con su hija Josefa y su hijo político Vicente Cervera. Le habían avisado por telegrama y se pusieron enseguida en camino con la intención de poder asistir al entierro del teniente. A su llegada se desarrollaron grandes escenas de dolor.
Otro de los que llegaron a la ciudad fue un hermano del homicida. También se esperaba que llegara a la ciudad el general de brigada Alaminos, suegro de la víctima, que residía en Cabra (Córdoba), a quien se había telegrafiado, aunque sin decirle que su hijo político había fallecido.
El sepelio.
A las cinco de la tarde se celebró el funeral del teniente y media hora después fue conducido al cementerio católico. En dicho acto participó una gran parte de la población, que aparentaba una gran consternación. Según la prensa, al sepelio asistieron aristócratas, comerciantes y sacerdotes. Entre ellos, el infante Antonio de Orleáns, al que acompañaba su servidumbre de vestida de librea.
El féretro fue sacado de la casa-cuartel de la calle Luis de Eguilaz en hombros por cuatro guardias civiles y colocado sobre el coche fúnebre. Además del tricornio y la espada del finado, iba sobre el ataúd una magnífica corona de flores, en cuyos lazos se leía la siguiente inscripción: “El coronel, jefes y oficiales del Tercio, a su digno y pundonoroso compañero”.
Las seis cintas que pendían del féretro fueron llevadas por el capitán Rafael Falcet, el segundo teniente, Víctor Muñiz; Pedro Barbadillo, en representación del Juez de instrucción; Florencio Romero, primer teniente de alcalde; Luis de Vargas Machuca y Luis León, capitán de fragata. Luego, a mediados del camino, tomaron las cintas Martín Sansón, capitán de la guardia civil; Gregorio del Saz, segundo teniente de carabineros; Baldomero Romero, médico; Leopoldo del Prado; Manuel de Soto, fiscal municipal y el conde de Monteagudo.
El duelo fue presidido por una comisión municipal compuesta por el secretario Millán González; los concejales José María Barreda, el conde de Monteagudo, Antonio Ambrosy, Víctor Ojeda, José María Matheu Zarazaga, Nicolás del Río y el alcalde José Hontoria; también se integraron el arcipreste Francisco Rubio Contreras, el comandante de la benemérita Manuel Díaz Penés y Vicente Cervera. Cerraban la comitiva fúnebre veinte y cuatro guardias civiles al mando del segundo teniente jefe de la línea del Puerto de Santa María. En el momento de dar sepultura al cadáver, estas mismas fuerzas hicieron las descargas de fusilería previstas en las ordenanzas (7).
Un conato de motín.
Tras el entierro del teniente le llegó el turno al guardia Hernández. Su sepelio tuvo lugar unas horas después y se convirtió en una manifestación paralela del pueblo que la prensa y las autoridades gubernativas llegaron a calificar de “motín”. Tuvo como origen la decisión de que el guardia se enterrara en el cementerio civil, que, como tal, no existía, sino que denominaban así a una especie de corral anexo al cementerio católico que se destinaba a sepultar a herejes, suicidas o pobres de solemnidad sin familia ni religión alguna.
El pueblo se sintió ofendido por la determinación tomada por la autoridad eclesiástica y comenzaron a formarse grupos para demostrar su contrariedad. Enseguida se propagó entre muchos ciudadanos la oposición a la medida y se mostraron dispuestos a impedir el enterramiento en la fosa común. La cuestión tomó proporciones de motín y obligó al alcalde a telegrafiar al gobernador pidiéndole instrucciones. Algunos periodistas aseguraban que algunos elementos incontrolados apedrearon la iglesia y lanzaron gritos subversivos contra el arcipreste, que era el responsable de la decisión al desempeñar el cargo de administrador del cementerio.
Por fin, y cuando los grupos situados frente al Ayuntamiento pedían el entierro del guardia en el mismo lugar sagrado que se había destinado al teniente, la autoridad eclesiástica puso término al conflicto accediendo a dar católica sepultura al guardia. Todas las noticias de los medios nacionales resaltaron la gravedad de los hechos acaecidos, por lo que representaba de desafío a la religión oficial (8). Algunos medios nacionales cifraron la manifestación en unas 7.000 personas, que se concentraron en la Plaza del Cabildo, con presencia masiva de mujeres, obreros y republicanos. Esta movilización provocó la alarma en mucha gente y algunas tiendas cerraron. Existía una beligerancia total del pueblo contra el arcipreste Rubio Contreras, a quienes acusaban de haber impedido que el guardia Hernández se enterrara dignamente. Gracias a la intervención del alcalde se evitó un conflicto aún mayor pues algunos grupos parecían dispuestos a entrar por la fuerza en la iglesia Parroquial de la O para hacer cambiar al párroco de opinión. Debido a esta mediación política y a la presión popular, el arcipreste rectificó su decisión y accedió a que se verificara el traslado del cadáver del guardia Hernández al cementerio católico, cuyo acto tuvo efecto cuando eran ya las nueve de la noche, dentro del mayor orden y en respetuoso silencio (9).
Reacciones y comentarios de todo tipo.
El Ayuntamiento sanluqueño, reunido al día siguiente, acordó por unanimidad expresar «el pesar de todos por el fallecimiento del malogrado teniente, tan pundonoroso militar como cumplido caballero, víctima de un crimen tan horrendo que, nuestro idioma, a pesar de su riqueza de palabras, no tiene frases para calificarlo (10)». Pero tampoco encontró palabras para nombrar siquiera al guardia Hernández ni para dejar constancia de los graves acontecimientos vividos a raíz de su entierro.
Por contra, la prensa recogió lamentos “post-mortem” muy variados. Comentarios dolientes la mayoría y otros mostrando la extrañeza por un suceso a todas luces inexplicable. Aunque, eso sí, todos lo enmarcan dentro de un contexto general que refleja una gran tensión social entre el instituto armado y el pueblo. La prensa más adicta al militarismo rampante echa balones fuera (11):
Sensible es que se repitan sucesos tan graves en la Guardia civil y que naturalmente afectan a su prestigio; pero lamentarlo no supone que eso sea causa de la desaparición de un organismo que lleva más de medio siglo de existencia, en cuyo período de tiempo supo conquistarse el aprecio de la opinión. En una colectividad en la que hay 18.000 individuos, ¿qué tiene de extraño que haya algunos malos? En la catástrofe de Sanlúcar a nadie pueden exigírsele responsabilidades, y los que se han puesto a filosofar no saben lo que dicen ni conocen el servicio peculiar del Instituto.
Intentaba responder así a los que achacaban el crimen a la negligencia interna de los responsables del cuerpo, aduciendo la dificultad de prevenir hechos imprevistos como éste; y añade:
¿Quién sabe lo que un individuo piensa? ¿Hay modo de remediar un mal que no se presume? Lo que no ha dicho la prensa es que después de asesinar el guardia Hernández al teniente Jiménez Topete fue en busca del guardia Conejo, al que no encontró por hallarse en una bodega frente a la casa-cuartel; de encontrarlo hubieran sido dos las víctimas.
En otro diario, un compañero del fallecido elogia sus virtudes y realiza su propio análisis de la personalidad del militar fallecido (12):
¡Pobre amigo Topete! ¡Qué ajenos estábamos todos del fin tan trágico que le esperaba...! Todo le sonreía: juventud (treinta y seis años), bonita carrera (porque en su día hubiese sido uno de los coroneles del Instituto), y una esposa amantísima con cuatro angelitos que eran su delicia y el afán de ser algo por ellos.
Los diez y nueve años que contaba de subalterno (13) se le iban haciendo pesados, y necesitaba más campo de acción donde dar a conocer que era un buen capitán como había sido un excelente oficial. Nunca conoció la pereza, y en todos sus actos se veía desde luego al militar y caballero con deseos de trabajar y ser complaciente con sus semejantes.
Su trato con los inferiores era sostenido y decente, como recomienda la Ordenanza, inclinándose siempre al bien y procurando ser todo lo graciable posible dentro de sus atribuciones.
El artículo necrológico nos confirma la buenísima relación del teniente con las autoridades políticas municipales y, lo que resulta aún más llamativo, con el infante Antonio de Orleáns:
Todo podía esperarse menos que fuese asesinado por uno de sus inferiores, y quizá el que más favores recibiera de él. Con paternal solicitud cuidaba, no solamente de sus subordinados, sino hasta de los que no lo habían sido, encontrando todos los licenciados que acudían a él colocación en la casa del infante D. Antonio, como guardas o porteros, o bien algún destino del Ayuntamiento de Sanlúcar, donde gozaba de generales simpatías entre la sociedad más escogida de la localidad.
Otros comentarios periodísticos informaron que la esposa del guardia Hernández, que estaba embarazada de seis meses se había puesto de parto prematuro, es de suponer que como indeseable efecto del disgusto. También aseguraban los rumores que la viuda del teniente Jiménez, al conocer el estado de la pobre mujer, que se encontraba sola y aislada en la ciudad, le proporcionó alimentos, la consoló y le dijo que no le guardaba el menor rencor, pues entendía que las dos eran víctimas a las que debía unir tan terrible desgracia.
Pero, sin duda alguna, los acontecimientos ocurridos tras el entierro del teniente desvelaron un malestar social profundo contra las poderes fácticos tradicionales y fueron objeto de polémica política varios días después. Las acusaciones de la prensa se dirigieron principalmente contra el arcipreste Rubio Contreras, al que acusaron de aliarse con el más rancio caciquismo, además de actuar con un favoritismo que ofendía a la clase popular. En este sentido, las protestas concretas por esta decisión supieron canalizar un estado de opinión contrario al clero parroquial y que buscó alianza en la autoridad municipal para que avalara sus aspiraciones. Con este motivo no faltaron censuras para el alcalde, a quien los sectores más acomodados acusaban de haber accedido con mucha facilidad y tolerancia a los deseos del pueblo. Pero la mayor parte del vecindario y de la prensa liberal entendía que José Hontoria había solucionado el conflicto oportuna y acertadamente y que, con su mediación, había evitado que la manifestación tomara tintes violentos:
Los suicidas, según la Iglesia, no deben ser enterrados en sagrado, pero, cuando en un pueblo no se lleva con rigor esa disposición, sin hacer excepciones, no hay autoridad para oponerse a la voluntad colectiva del mayor número de personas, que, a falta de gran ilustración, tiene sobra de memoria.
El corresponsal de El Guadalete se inclina por la defensa del suicida Hernández, argumentando que pagó su delito con su propia muerte. Y no era responsable de haberla llevado a cabo, pues fue ejecutada bajo una fuerte presión:
El caso del suicidio de ayer es muy discutible, bajo el punto de vista tanto científico como jurídico, para deducir de él si es responsable o no el desgraciado guardia. El Código penal considera exento de responsabilidad al que obra violentado por fuerza irresistible o impulsado por miedo insuperable, y en el caso de que se trata, ¿la fuerza del remordimiento y el miedo de la muerte, cierta e inminente que le aguardaba, no podían determinar en el suicida ese estado de irresponsabilidad legal a que el Código se refiere?
Y pasando al orden moral, todas esas circunstancias antes dichas y la reparación inevitable del crimen y de sus consecuencias ¿no podían, con gran probabilidad, trastornar al pobre suicida, obscureciendo su entendimiento y encadenando su voluntad hasta quitarle su libertad, elemento preciso para ser responsable ante Dios y ante los hombres (14)?
Yendo aún más lejos, un testigo anónimo de los hechos relata puntualmente todo lo acaecido en el semanario anticlerical Las dominicales del libre pensamiento, aportando su visión personal sobre los motivos que tuvieron unos y otros para actuar como lo hicieron (15). El misterioso redactor comienza realizando una crítica a la prensa general, «que de todo habla y de poco da verdaderos informes», pues había presentado al teniente asesinado «como un acabado modelo de jefe y cumplido caballero; y al infeliz guardia como un incorregible insubordinado». Pero nuestro informante no quiere ahondar en esta cuestión, pues no es ése su propósito principal: «No queremos descender a cierto terreno; paz a los muertos». Aunque no por eso podía dejar de exponer su convicción de que «ningún subordinado toma la desesperada determinación de matar a su jefe porque le haya reprendido una falta de carácter ordinario en el servicio». Se desliza aquí una interpretación del asesinato del guarda en otra clave diferente que el comentarista no pretende aclarar del todo, pues su objetivo es otro. Y es dar a conocer los extraordinarios hechos que ocurrieron tras el entierro del teniente:
Excusado nos parece decir que el entierro del oficial fue acompañado de una parte de la población, que, aunque distinguida, no fue nada numerosa, si se descuenta la parte oficial comprendida en el elemento civil y militar que vino procedente de Jerez.
Cuando había pasado éste, y ya casi entrada la noche, sacaron del hospital [de San Diego] al desdichado matador y suicida, sin más acompañamiento que cuatro de sus compañeros, quienes, por orden superior, iban vestidos con la ropilla de cuartel. Del hospital salieron solos, pero al llegar a la explanada que hay a su salida, le esperaban unas cien personas de la clase popular, no bajando de dos mil quinientas cuando el cadáver llegó al cementerio, no sin habérsele hecho algunas posas (16) en el camino.
Iglesia de San Diego en Sanlúcar de Barrameda. |
El corresponsal sanluqueño de Las dominicales explica la rebelión del pueblo ante la orden del arcipreste de enterrar al guardia en un «inmundo cercado o corraleta», anexo al único cementerio existente en la ciudad, «destinado a los que mueren inconfesos y a los suicidas», una decisión que achaca a «la soberbia católica». El administrador del camposanto olvidaba que, en teoría, representaba «a una religión cuyo fundador fue todo perdón, todo humildad y misericordia» y, sin embargo, demostraba todo lo contrario, pues en el uso que hacía del cementerio llevaba su «odio, soberbia y egoísmo, aún más allá de la muerte».
Relata el cronista un precedente ocurrido algún tiempo antes, cuando murió el anciano padre de un carabinero. La familia carecía de recursos para costearle un mediano entierro y para conducirlo a la población con más comodidad. Así que hicieron una colecta entre los compañeros y compraron un ataúd y en él lo trajeron hasta Sanlúcar. Pero la autoridad eclesiástica no permitió a la familia enterrar al difunto con la caja que traía si no pagaba un entierro, aunque fuese el más ordinario:
—¿Qué hago yo entonces con esta caja que he comprado de limosna? —dijo el afligido hijo del anciano.
—Guárdela usted para cuando muera otro de su familia, le contestaron; y tuvo aquel desconsolado hijo que pasar por el duro sentimiento de ver enterrar al autor de sus días en la fosa común, a raíz de la tierra, y sin la caja que de limosna había comprado.
Casos como éste habían ocurrido varios pues era una injusta costumbre que a los entierros «de caridad» o «de por Dios» no se les permitía llevar caja, sino que los cuerpos iban depositados directamente sobre el carruaje y luego se arrojaban a la fosa común, sin más. Era precisamente esta doble vara de medir lo que quiso impedir el pueblo con su protesta. Y lo consiguió, por la sencilla razón de que el arcipreste Rubio Contreras, cuando la comisión del Ayuntamiento se dirigió a la parroquia a comunicarle la petición del pueblo, ya había dado la orden de exhumar el cadáver del guardia y que lo volvieran a enterrar en el cementerio católico. La razón de esta rápida decisión vino porque «ya había pasado el turbión (17) por delante de la parroquia y habían salido de la boca de los manifestantes algunas expresiones no muy halagadoras» dedicadas al arcipreste. No ahorra calificativos nuestro informante para definir a este influyente personaje, pues era «el vicario, el alcalde y todo lo que hay que ser, gracias a la debilidad de los que hemos tenido de gobernantes, incluso algunos que se han titulado republicanos... de pega (18)».
El pueblo, lleno de entusiasmo, se volvió al cementerio y algunos obreros voluntarios procedieron a exhumar al guardia del lugar donde había sido enterrado y lo volvieron a enterrar en un lugar cercano a donde lo había sido el teniente. El articulista no puede reprimir tampoco su satisfacción por las circunstancias en las que se había desarrollado la algarada, un movimiento en el que el pueblo había reclamado, «con toda su imponente majestad, el cumplimiento de la justicia»:
Fue una manifestación sin que por nadie fuese premeditada. Nadie la preparó; nació libre y espontáneamente del sentimiento popular. Pero un sentimiento grande, desinteresado y generoso que, sin mirar que aquel cuerpo muerto había en vida pertenecido a una institución contraria y hostil a nuestras justas aspiraciones de libertad y justicia, sólo vio al hijo del pueblo degradado hasta en la muerte; y considerado, no como criatura humana, sino como un ser indigno de toda humana consideración.
El pueblo sanluqueño vio en el entierro del guardia una «irritante desigualdad» provocada por el arcipreste Rubio Contreras, a quien el redactor no tiene empacho en calificar de soberbio, pues no le importaba humillar a quienes no tenían cincuenta o más pesetas para costear un entierro, sin consentir que los pobres pudieran llegar a la sepultura «en una mala caja». Demostró una falta total de caridad por haber ordenado «enterrar en una zahúrda a un pobre militar por no haberse confesado», sin tener en cuenta que en la memoria de muchos vecinos aún permanecía el recuerdo del sepelio del que fuera diputado en las Cortes y masón, Pedro Gutiérrez Agüera (fallecido en 1888), que fue enterrado en un lujoso panteón del camposanto. Agüera, miembro de una opulenta familia sanluqueña, había combatido junto a Garibaldi en el bloqueo militar de Roma, en las últimas escaramuzas de la guerra de unificación italiana, lo cual había supuesto la pérdida de los Estados Pontificios. Algo que para la mentalidad de la época podía considerarse como la mayor traición posible que se podía hacer a la Iglesia católica. Igualmente parece que en los últimos momentos de su vida no consintió que los sacerdotes le asistieran y ordenó que los echaran de su casa.
Por otra parte, las malas relaciones entre la jerarquía católica y el cabildo queda bien patente un mes más tarde, con motivo de la festividad religiosa de san Lucas, patrón de la ciudad, a cuya liturgia no asiste ningún concejal. Tampoco los habían invitado, pues el arcipreste se sentía desairado porque anteriormente había invitado a la corporación a algún otro acto religioso y no había asistido. Así que decidió no invitar a ninguno para la fiesta patronal (19).
Otro aspecto derivado del mal ambiente que se había creado con este asunto provino a raíz de que algunos concejales manifestaron al alcalde que en el Hospital existía un féretro que se usaba desde hacía catorce años para transportar los cadáveres en los entierros «de caridad». Una vez llevado el difunto al camposanto, se le sacaba de su ataúd y se enterraba en la fosa correspondiente. Y la caja volvía a utilizarse de nuevo para el siguiente fallecido. El médico y concejal Emilio Höhr puso el grito en el cielo con este motivo, pues tal caja fúnebre constituía sin ninguna duda un permanente foco de infección (20). Así que propuso que se quemara inmediatamente y que el Ayuntamiento corriera con los gastos de una caja para todos aquellos que fallecieran en el Hospital, con la que se enterraría en cementerio.
Pero volvía el mismo problema: El alcalde dijo que tenía entendido que «a los que se entierran de caridad no se les permite caja propia en el cementerio, porque siendo este establecimiento propiedad de la fábrica de la Iglesia, antes de resolver sobre el particular debía hablar con el arcipreste». José Hontoria y Rubio Contreras volvieron a entrevistarse para hablar de nuevo del mismo asunto, y según la información facilitada por el alcalde a sus compañeros, «dicho señor no sólo había aceptado el pensamiento [de enterrar a los que fallecieran en el hospital en una caja pagada por el Municipio] sino que lo había elogiado, por estar en conformidad con su manera de pensar en el asunto». El arcipreste argumentó a su favor que desde que tomó posesión de su cargo, había ordenado que «los cadáveres que se enterrasen de caridad fueran acompañados de la cruz y los ciriales, cosa que antes no se hacía, pues eran acompañados solamente por los conductores del féretro (21)». A raíz de estas manifestaciones, se aprobó la propuesta de quemar el féretro “de caridad” que llevaba en uso catorce años y que había servido para infinidad de cadáveres. Así que todos contentos. Aparentemente. Porque no iba a ser todo tan fácil.
Al no haber dinero para pagar esos ataúdes para los pobres, el alcalde intentó escurrir el bulto (22). Y pese a la insistencia de varios concejales que pacientemente preguntaban por el escabroso tema, terminó el año 1902 sin que se procediera a la cremación del maldecido y antihigiénico féretro. Siguieron usándolo varios meses más pero, eso sí, después de cada uso lo fumigaban para desinfectarlo.
Se destruyen las armas y pertenencias del guardia Hernández.
Unos días después de los intensos episodios vividos con motivo del asesinato del teniente, en la casa-cuartel de la Guardia civil de Sanlúcar y ante la presencia del teniente-coronel jefe de la comandancia, Antonio Pascual del Real, se procedió a destruir el armamento del guardia Hernández, por orden de la Inspección general del cuerpo. El ritual se realizó conforme al reglamento, con la fuerza formada en el patio. Se quemaron tanto la tercerola máuser que sirvió al guardia para asesinar al teniente como el revólver con el que luego se suicidó. También fueron incinerados el correaje y las demás prendas del uniforme que usaba el guardia. Se había hecho cargo accidentalmente de la jefatura del línea el primer teniente Salinas y unos días después tomó posesión el que desempeñaba el mismo puesto en Bornos, llamado Ramón Aceituno (23). Una curiosa coincidencia, pues el nuevo jefe procedía del mismo pueblo en que había nacido el polémico arcipreste Rubio Contreras.
Sanlúcar de Barrameda, 14 de Abril de 2013.
NOTAS
1 ARCHIVO MUNICIPAL DE SANLUCAR (AMSB): Actas capitulares de 1902 (Tomo 1º, sign. 4950): Sesión de 8 de Marzo, punto 9º, ff. 114-115v. La “crisis obrera” se produjo unos días antes al negarse los jornaleros a recibir la limosna que ofrecía el Ayuntamiento para que no perecieran. Demandaban trabajo y salario dignos. En otras ciudades también se reprodujeron estos incidentes.
2 AMSB: Actas...(Tomo 2º, sign. 4951): Sesión de 24 de Mayo, punto 7º, ff. 35v-36v.
3 Debo las notas referentes a la hoja de servicios del teniente Jiménez Topete a la cortesía de D. Jesús Núñez, quien me hizo llegar esta información a través de un colega, Manuel Parodi.
4 El 14 de Septiembre (es decir, cuatro días antes de la tragedia de Sanlúcar) la prensa nacional dio cuenta de un espantoso asesinato múltiple cometido en Málaga por el guardia civil Antonio Calvente, quien, trastornado su juicio, disparó contra todos los que se cruzaron en su camino, matando a nueve personas e hiriendo gravemente a otras siete. Sus propios compañeros del cuerpo se vieron obligados a dispararle y y así evitar que siguiera su recorrido sangriento. Calvente murió instantáneamente a causa de los impactos de bala recibidos. El suceso ocasionó una gran conmoción y un gran pánico colectivo en la ciudad (La Época, Madrid, 14, 15 y 16 de Septiembre de 1902, p.1 y p. 2: “Espantosa tragedia en Málaga” y “La tragedia de Málaga”).
5 La casa-cuartel de la Guardia civil llevaba pocos años instalada en la antigua Casa Cuna (muy anteriormente casa profesa de la Compañía de Jesús) de la calle Luis de Eguilaz. Allí se mantuvo hasta la década de 1970, llegando a existir por entonces dos casas-cuartel, pues existía otra en la calle Banda de la Playa, en las antiguas dependencias del Palacio del Marqués de Arizón. Ambas se cerraron cuando se construyó el nuevo edificio del pago de San Jerónimo. La antigua casa-cuartel de Luis de Eguilaz se rehabilitó por el Ayuntamiento para destinarlo a viviendas.
6 La Época, Madrid, 14 de Septiembre de 1902, p. 1.
7 El Guadalete, periódico político y literario, Jerez de la Frontera, sábado 20 de Septiembre de 1902, pp. 1-2. La Correspondencia de España, Madrid, sábado, 20 de Septiembre de 1902, p. 3. “Historia de un crimen”. Corresponsal, Bustamante. El Imparcial, Madrid, 20 de Septiembre de 1902, p. 2: “El crimen de Sanlúcar”. Diario del comercio: órgano del Partido Liberal Dinástico. 21 de Septiembre de 1902, p. 2. Diario de Córdoba, 20 de Septiembre de 1902, p. 2.
8 El Imparcial, Madrid, 20 de Septiembre de 1902, p. 2: “El crimen de Sanlúcar”. Todas estas noticias se entremezclan en la prensa nacional con las del célebre crimen de la calle Fuencarral de Madrid, que ocurrió este mismo año.
9 La correspondencia de España: diario universal de noticias. 20 de Septiembre de 1902, p. 3. Corresponsal, Bustamante. Igual aunque con matices, destacando la importancia de la movilización, en El Heraldo alavés, del mismo día, p. 2.
11 La Correspondencia Militar, Madrid, 24 de Septiembre de 1902, p. 3.
12 La Correspondencia Militar, Madrid, 22 de Septiembre de 1902, p. 2. “El teniente Topete”, por Francisco Núñez Barrutía.
14 El Guadalete, periódico político y literario, Jerez de la Frontera, sábado 21 de Septiembre de 1902, pp. 1-2. Crónica firmada por José María Macías desde Sanlúcar el 19 de Septiembre.
15 El artículo aparece firmado por “un manifestante”, pero tenemos la sospecha de que el autor fue el abogado sanluqueño José Colom Víctor, conocido republicano y librepensador. (Las dominicales: semanario librepensador. Madrid, viernes 3 de Octubre de 1902, p. 4: “Carta abierta”, escrita dos días después del entierro de los fallecidos)
16 Posa: Parada que hace el clero cuando se lleva a enterrar un cadáver, para cantar el responso.
17 Turbión: 1. m. Aguacero con viento fuerte, que viene repentinamente y dura poco. // 2. m. Multitud de cosas que caen de golpe, llevando tras sí lo que encuentran. // 3. m. Multitud de cosas que vienen juntas y violentamente y ofenden y lastiman.
18 Este omnipotente personaje ha sido últimamente estudiado en profundidad por CLIMENT BUZÓN, Narciso, en el tomo VIº de su Historia social de Sanlúcar de Barrameda, titulado precisamente “En los tiempos de Francisco Rubio Contreras (1868-1902)” (ASEHA, 2010). Puede verse, entre otras muchas, las pp. 226 y ss.
19 AMSB, Actas...(Libro 4º, sign. 4952) Sesión de 18 de Octubre, punto 10º, f. 9.
20 AMSB, Actas...(Libro 4º, sign. 4952) Sesión de 18 de Octubre, punto 12º, ff. 11-12.
21 AMSB, Actas...(Libro 4º, sign. 4952) Sesión de 25 de Octubre, punto 12º, ff. 17v-18.
22 Según un anuncio de La Prensa Moderna del año 1900, el costo de un ataúd modesto era de 7,50 ptas.
23 El Guadalete, Jerez de la Frontera, 26 de Septiembre de 1902, p. 2. La correspondencia militar, Madrid, 29 de Septiembre de 1902, p. 2.
3 comentarios:
Demostrado que donde hay armas estas terminan disparándose. Ver noticias de EE.UU. cada día, y ellos siguen erre que erre con las armas. Salvador buen trabajo de investigación. Menos mal que la guardia civil ha evolucionado un poco, pero todavía le queda mucho, o desaparecer, ¿cuantos cuerpos hay?., y eso que en Andalucía no tenemos policía autonómica. Debería haber un sólo ejercito para todo, o ninguno.
Aquí hay buen material para una novela.
Lástima que uno no es escritor!!!!!
Interesantísima historia, formidablemente documentada y narrada. Gracias por no dejar que estas noticias de la época, que forman la historia de España, caigan en el olvido.
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