viernes, 16 de marzo de 2012

Protagonismo histórico de una conmemoración


SANLÚCAR Y LA CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ DE 1812.
Actos conmemorativos organizados con motivo de su proclamación.

Salvador Daza Palacios.

Coincidiendo con el 200 Aniversario de la Constitución de Cádiz (19 de Marzo de 2012), doy a conocer este artículo inédito sobre los festejos que se organizaron en Sanlúcar con motivo de su proclamación. Entonces, la Carta Magna gaditana representaba para el pueblo sanluqueño la ansiada libertad, tras la marcha de los franceses. El nuevo régimen constitucional quedó implantado y con ello la primera ocasión en que la ciudad vivió bajo unas leyes modernas, liberales y hasta cierto punto justas, si tenemos en cuenta lo poco que había evolucionado el país en el terreno de los derechos y las libertades. Sirva todo ello para probar el papel que desempeñó Sanlúcar de Barrameda en el acontecimiento que ahora se conmemora, que, aunque humilde y modesto, resulta muy significativo para describir lo que supuso esa primera Constitución política para el imaginario colectivo.



El 25 de Agosto de 1812 fue la primera jornada, tras treinta meses y veinte días, que Sanlúcar de Barrameda apareció libre de la presencia del enemigo francés que la había ocupado y saqueado a su antojo.

El júbilo del pueblo explotó, lleno de esperanzas de libertad. Lo primero que hizo fue desmontar las empalizadas de madera que los militares napoleónicos habían colocado alrededor del núcleo histórico de la ciudad con el fin de controlar su seguridad y refugiarse de los ataques de los guerrilleros. Una vez liberada de su cerco, un grupo de ilustres vecinos propuso la formación de un Ayuntamiento interino que presidiría el veterano vinatero Alonso Julián Álvarez e integrarían otros probos ciudadanos como Antonio Esper, Agustín Francisco Velarde (que había formado parte del Ayuntamiento durante la invasión, como síndico y como regidor), además de José María Ramos y Manuel García Fernández.

Enseguida se envió una comunicación a la Regencia del Reino, situada en Cádiz, informándole de la salida de los franceses. Esta misión se le encargó al célebre Félix Odero, alférez de fragata. La siguiente medida fue invitar al comandante del bergantín británico “El Papillón”, que había estado bloqueando la entrada del río, a que atracase en Bonanza y que su tripulación pisara tierra amiga. A las dos de la tarde del mismo día 25, la población, alborozada y agradecida, marchó en tropel hasta el puerto y trajo literalmente en volandas al comandante inglés hasta el centro de la ciudad, hasta dejarlo a las puertas del Ayuntamiento, mientras se daban repetidos vivas y aclamaciones y las campanas de la ciudad repicaban a voleo y sin descanso.

Una vez llegado hasta el centro del poder municipal, el comandante dio las gracias a la población. Se fueron después a comer y el heroico militar se retiró luego a descansar.

Al día siguiente tuvo lugar el atraque del buque británico. Lo hizo en unión del místico de guerra español (embarcación de tres palos) que pilotaba el teniente de navío de la armada nacional Pedro Rato.

El entusiasmo del pueblo continuó e incluso aumentó al poder recibir al primer militar oficial del Gobierno legítimo que pisaba la ciudad. A un nuevo repique general de campanas se unió un estruendo formidable de la artillería, en celebración de esta llegada triunfal. Igualmente se hizo una recepción de este jefe militar en el Ayuntamiento, que dirigió la palabra a toda la concurrencia agolpada en la Plaza del Cabildo, para exhortarles a que guardasen la tranquilidad y el orden, y que confiasen en el Gobierno supremo de la nación.

El pueblo ya había tomado la iniciativa de adornar los balcones por los que transcurrió la comitiva de recepción del teniente Rato. También se engalanó el balcón de la casa consistorial con un gran pendón real, bajo cuyo dosel se colocaría, como no podía ser de otra forma, el retrato de Fernando VII, nunca más “Deseado” que ahora. Sólo el abogado Vicente González de Quesada, que había sufrido las persecuciones de los franceses, sabía donde estaba escondido el retrato del monarca, pues su mera posesión hubiera sido objeto de condena por parte de las anteriores autoridades francesas. El abogado se dirigió a la casa del presbítero Antonio Henríquez Calafate, en cuyo recinto se encontraba convenientemente oculto. El retrato había sido realizado por el también presbítero Benito Gómez Romero, que había fallecido poco tiempo antes en Sanlúcar, «víctima de la infernal policía de los franceses». Benito Gómez sufría destierro en Sanlúcar por orden de las autoridades josefinas. La imagen del rey cautivo permaneció expuesta hasta las once de la noche, acompañado por el batallón de milicias, y con una iluminación extraordinaria que se había colocado en todo el entorno del Ayuntamiento.

Pasaron dos días y la ciudad intentaba volver a la normalidad y recuperar el tiempo perdido. Pero se anunció la llegada del nuevo juez de primera instancia nombrado por la Regencia de España. Tomás López Pelegrín, que así se llamaba, venía con un ejemplar de la “Constitución Política de la Monarquía Española” bajo el brazo, con el fin de darla a conocer al Ayuntamiento interino. Juez y regidores se pusieron inmediatamente de acuerdo y decidieron realizar unos festejos públicos para conmemorar la publicación y juramento que las Cortes reunidas en Cádiz habían realizado del Código legislativo Las fiestas tendrían lugar durante tres días, domingo 6, lunes 7 y martes 8 de Septiembre.

La víspera se anunció la conmemoración mediante un repique general de campanas. El domingo, a las cuatro de la tarde, comenzaron los actos. Los representantes de los gremios, los vocales interinos del Ayuntamiento, oficiales militares y el juez López Pelegrín se situaron un tablado colocado en la plaza mayor. En esta ocasión se había colocado ya un grandioso retrato de cuerpo entero del monarca, que había realizado en un tiempo récord (en sólo seis días) el profesor Juan José Bécquer. Alrededor del dosel fernandino se había situado la tropa del regimiento de Pavía. Al lado izquierdo del juez se había situado el brigadier del ejército nacional, Felipe Balderiotti. En el lado derecho, el comandante del bergantín británico y el teniente Pedro Rato junto con otros oficiales.


El encargado de recibir de forma solemne el Código constitucional fue el ya nombrado Agustín Francisco Velarde, un polémico abogado de la época que encontró la forma de seguir en la primera línea política, aun a pesar de haber pertenecido al Ayuntamiento durante los dos años de invasión enemiga. El abogado recitó en voz alta los artículos de la Constitución, en medio de un clamor popular, incluidos repique y descargas de fusilería de la tropa militar. El ciudadano Antonio Rey, dueño de una confitería en la plaza del Cabildo, colaboró particular y generosamente con la ceremonia, pues cuando finalizó la lectura de la Constitución comenzó a arrojar dulces al pueblo desde los balcones y puertas de su tienda. Tras este acto de proclamación se inició un desfile hacia el Barrio Alto, donde se repetiría el mismo ceremonial en la Plaza Alta, transcurriendo la comitiva a lo largo de la calle San Juan, Pradillo, Chorrillo, Cuesta de la Caridad, calle Misericordia, Descalzas y Jerez. 



Delante del cabildo viejo en la Plaza Alta se había colocado otro tablado igual que el del Barrio Bajo, rodeado por los granaderos del batallón patriótico. El juez y sus acompañantes tomaron asiento y se procedió a repetir la misma ceremonia de proclamación de la Constitución gaditana.

Posteriormente siguieron los festejos. Delante de la Casa consistorial se habían colocado dos tablados con gradas donde se colocó «una diestra y numerosa orquesta». En el lado derecho se situaron unas estatuas que simbolizaban las Ciencias y las Artes; y en un gran medallón dorado, la leyenda siguiente:

Las ciencias protegidas,
Las artes restauradas,
Por un Gobierno sabio
Se verán respetadas.

En el lado izquierdo estaban situadas otras alegorías del Comercio y de la Agricultura, con otro medallón también dorado que decía:

Florecerá el comercio,
Reinará la abundancia,
Será feliz el reino
A pesar de la Francia.

La parte alta estaba toda engalanada con reposteros de damasco carmesí, con las armas de la ciudad bordadas con hilo de oro y plata. En el centro estaba situado el dosel con el retrato del rey Fernando. Todo ello fue iluminado por casi 600 luces, distribuidas por balcones y azoteas del edificio municipal, a las que se sumaban todas las que el vecindario colocó en la Plaza y en las ventanas y balcones de sus casas. Tres grandes banderas nacionales ondearon en la parte más alta: la de Inglaterra, la de Portugal y la de España.

El gremio de los montañeses colocó arcos de gran anchura y altura en las seis calles adyacentes a la Plaza del Cabildo, siendo las de las calle San Juan y Ancha de tres vanos.

Los lemas poéticos que figuraban en cada uno de estos arcos eran los siguientes:

CALLE DE GALLEGOS:
Sabia Constitución, tú nos preservas
de los tiranos: todo el heroísmo
español resucitas, cuando enervas
el infame poder del vandalismo.

CALLE ANCHA
Eternas gracias, gratitud eterna.
Por los auxilios que dispensa a España
con fuerte brazo, con unión fraterna
la Gran Bretaña.


CALLE DE LA BOLSA
Quinas, Leopardos y el León de España
su gloria fundan en la gran constancia
que paraliza la impotente saña
de toda Francia.

CALLE DE LA VICTORIA
Siglos de vida, gloria a los guerreros
hijos de España, que para escarmiento
de ese vil coso, vibran los aceros
con ardimiento.

CALLE DE SAN JUAN
Vivan por siglos los legisladores,
Que a España ofrecen un feliz destino
Y la protegen contra usurpadores
Con justo tino.

CALLE DE LA AMARGURA
El gremio todo de los montañeses
Demuestra grato reconocimiento
A cuantos nos libertan de reveses,
Y dan a los malvados escarmiento.

Los arcos estaban decorados con arrayán e iluminados con más de 2.500 luces en vasos de colores, además de 200 faroles de cristal situados en las dos caras de cada uno.

Por su parte, el Batallón de Milicias había contribuido con una colgadura en damasco carmesí y una gran inscripción en letras transparentes que decía: VIVA FERNANDO SEPTIMO Y SUS ALIADOS, además de una octava que oponía la Constitución a la tiranía:

El derecho feudal, la tiranía,
La servil dependencia, el egoísmo,
En el orden la falta de armonía,
A España impelen al profundo abismo,
Fatal sepulcro de su monarquía:
Mas en el punto de este paroxismo
Sabia Constitución se nos presenta
Que a España libra, y todo el mal ahuyenta.

Al lado derecho estaba situado el escudo de armas de España con su corona imperial. Al lado izquierdo, colocaron en una repisa un arca luminosa que contenía en su interior la Constitución y producía resplandores y destellos. Alrededor del arca estaban las banderas inglesas y española unidas, cubiertas por una corona de laurel.. En la parte inferior, tirada en el suelo, el águila del escudo de Francia derramando sangre por las heridas que le habían producido las armas victoriosas de ambas naciones.

Todo el zócalo de la portada principal del edificio se cubrió con yerbas verdes que se entrelazaban con artística simetría con flores y frutas propias de la tierra sanluqueña. En las ventanas laterales del edificio se colocaron cuatro lienzos que representaban a la Providencia en forma de rayo fulminante que atravesaba al águila francesa. Además, el fiero león del escudo nacional le impedía levantar el vuelo y la destrozaba con sus fuertes garras. La alegoría estaba acompañada por una frase latina: Si Deus pro nobis, quis contra nos? (Si Dios está con nosotros, ¿quien estará en contra nuestra?)

En la segunda ventana se representaba el escudo de Sanlúcar y en cada uno de sus lados figuraba un soldado de las milicias con su uniforme. En la tercera se ilustraba un campamento desde el que se arrojaban bombas y balas contra los franceses, calificando al duque de Dalmacia, que había dominado militarmente la ciudad, de “fanfarrón”. En la cuarta ventana se reproducía «la fama alada, tocando su trompa, y llevando en la mano izquierda una corona de laurel y la palma de la victoria obtenida sobre los franceses fugitivos del campamento de Cádiz», ciudad que aparecía representada en boceto, junto con los escudos de Inglaterra y España.

El gremio de los labradores se había encargado de decorar la plaza de San Francisco. Y había colocado en ella doce arcos sobre pilastras, cuyos remates terminaban en pequeñas pirámides. Al frente de todos se colocó un trono forrado de damasco carmesí con el retrato de Fernando VII, al que custodiaban dos estatuas de soldados y alumbraba cincuenta y ocho cirios. Sobre los arcos se habían colocado un número considerable de faroles que daban la adecuada iluminación a la plaza. También se oía el fluir de una fuente con cinco caños de agua que circundaba todo el conjunto.

El gremio de los comerciantes se encargó de decorar la plaza de la Panadería baja. Allí colocó, alrededor de la fuente de agua pública, un primoroso jardín con todas las especies de flores y frutos, enmarcado por cuatro arcos que sujetaban una gran corona de la que partía una colgadura de tela blanca adornada con flecos y borlas de plata. Todo ello aderezado de banderas españolas y multitud de macetas con olorosas flores naturales e iluminado con quinientas luces.

La Plaza Alta fue elegida por la Hermandad de Cosecheros de Vino para realizar su particular homenaje a la Constitución gaditana. Con un monumento de nueve varas de alto y treinta de largo, con tres entradas y varios arcos, se erguía el lema ciceroniano: “Justitia est obtemperatio scriptis legibus” (La justicia es la obediencia a las leyes y a las instituciones ). En el interior de este edificio efímero se colocó una tarima con balaustrada en donde se situó una orquesta traída de Cádiz, pagada por la misma Hermandad y que tocaba sus piezas bajo la representación de una brillante estrella sobrepuesta a un castillo, que simbolizaban parte del escudo de Sanlúcar. La iluminación de este conjunto superó las mil cuatrocientas luces.

El gremio de panaderos también contribuyó a la decoración de varios rincones de la ciudad, además de donar generosamente quinientas sesenta raciones de pan para el socorro de los necesitados. También otorgaron a la tropa militar una ración doble de pan, que se sumaba a la carne y el vino que ya se les había regalado, además de los zapatos nuevos que se les había entregado junto con cuatro reales a cada uno.


El gremio de los pescadores levantó tres arcos en la calle San Juan, esquina con el Pradillo. El del centro estaba presidido por un retrato de Fernando VII, alumbrado por mil quinientas vasos de luces de colores y arañas de cristal. La fuente de la plaza fue también adornada a su alrededor con veinte arcos pequeños, revestidos de vegetación y coronados por diez banderas de las naciones aliadas contra Napoleón. En el centro de la fuente estaba el dios Neptuno, acompañado de otras figuras mitológicas. La leyenda poética que rodeaba esta fuente decia:

A nuestros libertadores,
Nuestro Rey y Constitución
Se ofrece de mil amores,
En esta corta expresión
El gremio de Pescadores.

Además de todo este despliegue decorativo, el gremio pescador había colocado dos cañones que dispararon salvas al paso de la comitiva que marchaba al Barrio Alto, además de inundar el pueblo con el estruendo de multitud de cohetes, ruedas y otros fuegos artificiales en forma de castillo de doce varas de alto.

La ciudad presentaba un aspecto impecable, pues los vecinos habían colaborado en la limpieza de las calles y en el aseo y decoración de sus casas.

En la tarde del lunes le tocó el turno a la fiesta de los toros. Se corrieron cuatro astados con cuerda, que recorrieron varias calles de la ciudad.

Tampoco podía faltar la fiesta religiosa. En la Iglesia mayor, magníficamente adornada e iluminada, se dieron cita todas las autoridades para celebrar una solemnidad en unión con el clero. Los mandatarios presidieron la ceremonia desde unos grandes estrados. Todo ello acompañado de la consiguiente descarga de fusilería en el acto de la consagración y el repique general de campanas. Se cantó una misa con la ayuda de la capilla de cantores e instrumentistas. El presbítero Joaquín Mariano Rosales pronunció el sermón. Rosales se había destacado especialmente en el transcurso de los últimos cuatro años por defender primero a Godoy, después por estar agresivamente en su contra cuando cayó en desgracia, y, finalmente, por estar a favor del rey José I y de los invasores franceses. Finalmente, en esta ocasión, y como no podía ser de otra forma, actuó como un convencido constitucionalista de toda la vida. Así «hizo al pueblo una sabia y erudita exposición de las ventajas que proporciona a los españoles la nueva Constitución política de su Monarquía», con el mismo énfasis que años anteriores había defendido el absolutismo, el más acendrado patriotismo antinapoleónico o la sumisión y la alianza con los franceses. Era cuestión de profesionalidad y de conversión camaleónica según las circunstancias. Sólo la alta jerarquía eclesiástica podía permitirse estas veleidades sin sonrojo ni disimulo alguno.


Joaquín Mariano Rosales, había sido colegial de San Pelagio de la ciudad de Córdoba, además de cura propio y beneficiado por oposición de la iglesia mayor parroquial. En su sermón reflejó una gran parte del estado de ánimo y de la opinión del las clases privilegiadas en un momento tan crucial. Comenzó diciendo que se había sustituido el llanto y la amargura por «el placer más puro, la dulce satisfacción de haber cambiado las pesadas cadenas de una insoportable servidumbre, por el suave yugo de un gobierno paternal». Rosales califica a la nueva Constitución como «sabia, legítima, liberal y benéfica» y se muestra totalmente satisfecho de que haya sustituido a la de Bayona (aprobada en 1808), un código «servil y arbitrario» que llevó a al país a la violencia y a la guerra..

«Con qué placer repaso en mi memoria –dice Rosales– las máximas y preceptos que con tanta previsión, tanto discernimiento y madurez se han han sancionado en los trescientos ochenta y cuatro artículos que contiene la nueva Constitución política de la monarquía española que acaba de promulgarse en este templo». Era, según Rosales, un código religioso, que se preocupaba de la felicidad pública, en perfecta conexión con las máximas emanadas desde Moisés, Solón, Licurgo, Numa Pompilio y aún Alfonso X el Sabio. Y que había sentado «como base fundamental la inviolabilidad del monarca» preservando a la vez «al ciudadano de la arbitrariedad y el despotismo». Este código supremo separaba los poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, cortando así los abusos que dimanaban de la concentración de estos poderes en unas pocas personas. Se conseguía así un equilibrio social en el que debía basarse la prosperidad de una monarquía moderada en base al pacto social. Para ello se conserva en su cuerpo legislativo la soberanía de la nación sin disminuir «los invulnerables derechos de propiedad, seguridad y libertad que corresponden a cada uno de sus miembros». También se respetaban, según Rosales, –y en ello estaba ciertamente interesado– los fueros y las clases privilegiadas, aunque también se reconocía el derecho a que todo ciudadano pudiera ascender en la escala social en virtud de su «probidad y mérito». También se conjugaba la severidad de la justicia con la compasión por el delincuente.
La Constitución gaditana también prestaba una gran importancia a la Educación como objeto de progreso y evolución necesaria para las ciencias y para el espíritu. Y señalaba a la agricultura, la industria, las artes y el comercio como las fuentes perennes de la riqueza del Estado, que debían siempre potenciarse para el mayor bienestar y futuro de la patria.

Recalca nuestro párroco que ve en la Constitución un gran exponente de la religiosidad de un Estado que se rige por la moral. Y aplaude el esfuerzo de «los honorables vocales de las Cortes» que supieron conjugar tantas opiniones e intereses tan difíciles de conciliar. Era, pues, una obra «de unas luces más que humanas, de una especial y superior asistencia, de una divina inspiración».

La homilía continúa por otros derroteros, pues a partir de aquí se regodea en la victoria que el Dios católico había proporcionado a todos los que habían sido víctimas de Napoleón, haciendo que los crueles enemigos franceses huyeran del territorio ocupado. No había que sufrir más ni tener miedo de volver a padecer la muerte civil que significó vivir «bajo el yugo de nuestros opresores». Ya se había implantado la libertad gracias a esta nueva Constitución que se iba a jurar en el mismo transcurso de la ceremonia religiosa. Un día que no se debería olvidar y debería quedar para siempre en la memoria como un momento de gozo, satisfacción y consuelo. 



Para redondear el alborozo, lo único que se podía esperar ya es que el amado Fernando VII fuera libertado de sus cadenas que le tenían cautivo y se pusiera al frente de la nación en esta nueva etapa en la que los esfuerzos para eliminar el despotismo deberían ser los únicos caminos viables a partir de entonces.

Tras la misa llegó la parte civíco-política. En un solemne escrito se aseguró que Sanlúcar de Barrameda defendería la Constitución «con todos sus esfuerzos, como un deber impuesto por la justicia y por la religión». Pronostican además que el Código supremo contiene una sabiduría «que será la admiración de la más remota posteridad». Todo ello había traído a los espíritus sanluqueños un gran placer, un rico entusiasmo y una profunda gratitud, «por haber visto llegar los dulces momentos en la ciencia de gobernar a los hombres». Según el manifiesto, redactado y firmado por los diputados populares Agustín Francisco Velarde y Juan Bautista Angioletti, todo ello era obra de Fernando VII, que había conseguido tal proeza con sus esfuerzos.

El clero sanluqueño, por boca de sus portavoces, los presbíteros Andrés Arnaud y Bastos, y Pedro de Gabriel y Bernal, también se pronuncian mediante otro manifiesto en el que expresan también su exultante estado de ánimo por la liberación de la ciudad de la esclavitud francesa: «Agobiados por espacio de treinta y un meses, bajo un yugo cuya dura servidumbre excede a todo hipérbole... Vilipendiados y oprimidos entre la crueldad y la tiranía», elevaban sus manos al cielo para pedir que el pueblo disfrutara por fin «de su única y legítima soberanía» con toda la alegría, felicidad y placer. Se habían conjugado la espada y el talento para derrotar a estos enemigos, y los mejores políticos habían dado a la luz una Ley que daría «la grandeza y la prosperidad a nuestra patria». Una Constitución «sabia, política y religiosa que afianzará para siempre nuestra independencia y libertad». Todo ello, sin duda, en honor de «nuestra hermosa e invencible monarquía española».


En un manifiesto muy parecido, pero dirigido a la Regencia del reino, el clero sanluqueño asegura haber estado sujeto vilmente «a unos bárbaros monstruos y fieros opresores sin más religión, sin más política que el orgullo, la disolución y la mentira». Acusan a los invasores de haberlos confundido con la plebe, de haber despreciado su «sagrado carácter», de haber vilipendiado su ministerio, de haber mirado el santuario «como un teatro de diversión y de placer», de haber visto atropellados sus ritos y ceremonias, de haberlos injuriado: «Todo era desorden, infelicidad, confusión, por donde quiera que los franceses fijaban sus inicuas plantas». (..) «Ayer, desgraciados esclavos del tirano usurpador de la Europa, hoy ciudadanos libres, fieles y obedientes a la autoridad suprema», la «sagrada persona» del «adorado Fernando VII» de quien pedían su liberación para la total felicidad de España.

También dirigen un escrito de adhesión al cardenal arzobispo de Sevilla en las nuevas circunstancias de tan «ventajosos acontecimientos» para la religión.

Tras la lectura de estos manifiestos, se procedió al juramento público de la Carta Magna, que realizó el clero y el pueblo a un mismo tiempo en presencia del juez de primera instancia. Tras este acto se entonó el Te Deum, repartiéndose cirios encendidos a todos los mandatarios presentes.

Para compartir la alegría de este juramento, se ordenó que se les diera una comida extraordinaria a los presos de la cárcel, que constaba de tres platos, vino y postres del tiempo.


El Ayuntamiento convidó también a los gerifaltes ingleses, al gobernador militar Balderiotti, oficiales y diputados de los gremios a una comilona «exquisita de setenta y dos cubiertos en primera entrada y ochenta y cinco en la segunda». Se celebró en la galería del jardín del Picacho. Precisamente donde los militares franceses hacían también sus banquetes. La dueña de la finca, María del Rosario Díaz Sarabia, había lamentado ante los organizadores el no poder sufragar por sí misma la fiesta, pues la rapacidad de los invasores la había dejado en muy apuradas circunstancias económicas. Durante el guateque se realizaron los brindis de rigor, por el Rey, por las Cortes, por la Regencia, por la Constitución, por la alianza con Gran Bretaña, por Lusitania y hasta por Rusia. El juez, por su parte, entonó su ofrenda por el Ayuntamiento, por el pueblo y por todos los buenos españoles. Uno de los asistentes recitó este poema:

Las Cortes, Constitución,
La unión con la Inglaterra
Harán la más cruda guerra
Al fiero Napoleón.
Y nosotros en unión
Con tan buenos ciudadanos
Clamaremos muy ufanos:
Que viva la libertad,
Y que muera la impiedad
De los bárbaros tiranos.

Finalizada la fiesta gastronómica, marcharon todos, al compás de dos numerosas bandas de música, hacia la plaza del Cabildo, que ahora habían rebautizado como “Plaza de la Constitución”. Allí se celebraría, sobre un tablado colocado en el centro, un divertido espectáculo que deleitó a los varios millares de personas que se dieron cita y que ridiculizaba a José Napoleón. Se liberaron seis tórtolas y otras tantas palomas, que volaron hacia el cielo mientras se gritaba “¡VIVA EL REY, VIVA LA CONSTITUCIÓN!”

En un ambiente burlesco, donde iban apareciendo personajes ridículos en forma de músicos esperpénticos, vestidos con los más peregrinos disfraces, se reunió una especie de comparsa carnavalera que cantó entre otros, el siguiente cuplé:

Ya nuestra vista no topa
A Soult en el campamento,
Ni fue logrado su intento
Comer en Cádiz la sopa.
Sólo vemos a su tropa
Corriendo a todo correr
Sin quererse detener
A parlar con sus ahijados,
Que quedan cachifollados...
Mas esto no puede ser.

No hay duda: es un fanatismo:
Pues ven hasta los muchachos
Que invencibles los gabachos
Triunfarán... En el abismo.

Después se hicieron varias danzas y contradanzas serias. El final de los festejos consistió en un espectáculo que tuvo lugar en el patio del consulado de la calle San Juan, que también estaba engalanado con hachas de cera, damasco carmesí y el retrato del monarca. En dicho patio el joven estudioso Vicente Fernández de la Pradilla, alumno premiado en Matemáticas, hizo remontar un globo aerostático de seis varas de alto y once y medio de circunferencia. El globo se elevó hasta perderse de vista y con la ayuda del viento marchó hacia la sierra de Jerez.

El Globo en honor de la Constitución de Cádiz, elevándose sobre el Pradillo de San Juan (Recreación histórica)
En ningún momento se originaron incidentes o excesos aun a pesar de la gran concentración de personas que se dieron cita en cada uno de los actos organizados.

El 30 de Septiembre tuvo lugar la constitución legal del nuevo Ayuntamiento. Tuvo lugar en las casas consistoriales situadas en la Plaza mayor de la Constitución (Cabildo). La sesión fue presidida por el juez de primera instancia interino, Tomás López Pelegrín. Los convocados fueron: Joaquín Marcos y Manzanares, alcalde, Alonso Julián Álvarez, alcalde 2º, Antonio Esper, Manuel García Fernández, José María Ramos, Manuel Pimentel, Cristóbal Velarde, Pedro Moris, José Alcántara, Francisco Jiménez, Andrés Respaldiza, José de Burgos, José Marzán, José Ordiales, regidores y Agustín Francisco Velarde y José Vélez Limón, síndicos.

Se realizó a continuación la jura de sus cargos. El presidente les preguntó, una vez puestos todos en pie: ¿Juráis por Dios y por los Santos Evangelios guardar y hacer guardar la Constitución política de la Monarquía española, sancionada por las Cortes Generales y extraordinarias de la Nación y ser fieles al Rey? A lo que respondieron todos: Sí, Juro. Con ello quedó instalado el nuevo Ayuntamiento constitucional cuyo mandato expiraría el 30 de Junio de 1814 por culpa de la restauración absolutista que ordenó el reaccionario y traidor monarca Fernando VII a su regreso a España. Pero eso forma parte de otra historia bastante más desagradable.


Bibliografía y Documentación:
Manifiesto de las demostraciones públicas con que la ciudad de Sanlúcar de Barrameda ha celebrado la promulgación de la Constitución política de la Monarquía Española en los días 6, 7, y 8 de Septiembre de 1812. Seguida de un Apéndice. Cádiz, Imp. Tormentaria, 1812.
–Archivo Municipal de Sanlúcar de Barrameda: Actas capitulares del Excmo. Ayuntamiento correspondientes a 1812.

© Salvador Daza Palacios, 2012. Prohibida su reproducción sin citar la fuente y a su autor. Todos los derechos reservados.





1 comentario:

MOSAICOS MULTIPLES dijo...

Magnífico trabajo.

Sorprendente regalo literario en estas fechas conmemorativas del bicentenario de la Pepa.

Sanlúcar merece ser recordada por su repercusión histórica en muchos ámbitos culturales y socioeconómicos.

Enhorabuena por ello y mis deseos a seguir leyéndote y animándote a que sigas sacando a la luz el talento que atesoras.

Un cordial saludo.
Francisco Oliva Márquez.