SANLÚCAR Y LA CONSTITUCIÓN DE
CÁDIZ DE 1812.
Actos conmemorativos organizados con
motivo de su proclamación.
Salvador Daza Palacios.
Coincidiendo con el
200 Aniversario de la Constitución de Cádiz (19 de Marzo de 2012),
doy a conocer este artículo inédito sobre los festejos que se
organizaron en Sanlúcar con motivo de su proclamación. Entonces, la
Carta Magna gaditana representaba para el pueblo sanluqueño la
ansiada libertad, tras la marcha de los franceses. El nuevo régimen
constitucional quedó implantado y con ello la primera ocasión en
que la ciudad vivió bajo unas leyes modernas, liberales y hasta
cierto punto justas, si tenemos en cuenta lo poco que había
evolucionado el país en el terreno de los derechos y las libertades.
Sirva todo ello para probar el papel que desempeñó Sanlúcar de
Barrameda en el acontecimiento que ahora se conmemora, que, aunque
humilde y modesto, resulta muy significativo para describir lo que
supuso esa primera Constitución política para el imaginario
colectivo.
El
25 de Agosto de 1812 fue la primera jornada, tras treinta meses y
veinte días, que Sanlúcar de Barrameda apareció libre de la
presencia del enemigo francés que la había ocupado y saqueado a su
antojo.
El júbilo del pueblo
explotó, lleno de esperanzas de libertad. Lo primero que hizo fue
desmontar las empalizadas de madera que los militares napoleónicos
habían colocado alrededor del núcleo histórico de la ciudad con el
fin de controlar su seguridad y refugiarse de los ataques de los
guerrilleros. Una vez liberada de su cerco, un grupo de ilustres
vecinos propuso la formación de un Ayuntamiento interino que
presidiría el veterano vinatero Alonso Julián Álvarez e
integrarían otros probos ciudadanos como Antonio Esper, Agustín
Francisco Velarde (que había formado parte del Ayuntamiento durante
la invasión, como síndico y como regidor), además de José María
Ramos y Manuel García Fernández.
Enseguida se envió una
comunicación a la Regencia del Reino, situada en Cádiz,
informándole de la salida de los franceses. Esta misión se le
encargó al célebre Félix Odero, alférez de fragata. La siguiente
medida fue invitar al comandante del bergantín británico “El
Papillón”, que había estado bloqueando la entrada del río, a que
atracase en Bonanza y que su tripulación pisara tierra amiga. A las
dos de la tarde del mismo día 25, la población, alborozada y
agradecida, marchó en tropel hasta el puerto y trajo literalmente en
volandas al comandante inglés hasta el centro de la ciudad, hasta
dejarlo a las puertas del Ayuntamiento, mientras se daban repetidos
vivas y aclamaciones y las campanas de la ciudad repicaban a voleo y
sin descanso.
Una vez llegado hasta el
centro del poder municipal, el comandante dio las gracias a la
población. Se fueron después a comer y el heroico militar se
retiró luego a descansar.
Al día siguiente tuvo
lugar el atraque del buque británico. Lo hizo en unión del místico
de guerra español (embarcación de tres palos) que pilotaba el
teniente de navío de la armada nacional Pedro Rato.
El entusiasmo del pueblo
continuó e incluso aumentó al poder recibir al primer militar
oficial del Gobierno legítimo que pisaba la ciudad. A un nuevo
repique general de campanas se unió un estruendo formidable de la
artillería, en celebración de esta llegada triunfal. Igualmente se
hizo una recepción de este jefe militar en el Ayuntamiento, que
dirigió la palabra a toda la concurrencia agolpada en la Plaza del
Cabildo, para exhortarles a que guardasen la tranquilidad y el orden,
y que confiasen en el Gobierno supremo de la nación.
El pueblo ya había
tomado la iniciativa de adornar los balcones por los que transcurrió
la comitiva de recepción del teniente Rato. También se engalanó el
balcón de la casa consistorial con un gran pendón real, bajo cuyo
dosel se colocaría, como no podía ser de otra forma, el retrato de
Fernando VII, nunca más “Deseado” que ahora. Sólo el abogado
Vicente González de Quesada, que había sufrido las persecuciones de
los franceses, sabía donde estaba escondido el retrato del monarca,
pues su mera posesión hubiera sido objeto de condena por parte de
las anteriores autoridades francesas. El abogado se dirigió a la
casa del presbítero Antonio Henríquez Calafate, en cuyo recinto se
encontraba convenientemente oculto. El retrato había sido realizado
por el también presbítero Benito Gómez Romero, que había
fallecido poco tiempo antes en Sanlúcar, «víctima de la infernal
policía de los franceses». Benito Gómez sufría destierro en
Sanlúcar por orden de las autoridades josefinas. La imagen del rey
cautivo permaneció expuesta hasta las once de la noche, acompañado
por el batallón de milicias, y con una iluminación extraordinaria
que se había colocado en todo el entorno del Ayuntamiento.
Pasaron dos días y la
ciudad intentaba volver a la normalidad y recuperar el tiempo
perdido. Pero se anunció la llegada del nuevo juez de primera
instancia nombrado por la Regencia de España. Tomás López
Pelegrín, que así se llamaba, venía con un ejemplar de la
“Constitución Política de la Monarquía Española” bajo el
brazo, con el fin de darla a conocer al Ayuntamiento interino. Juez y
regidores se pusieron inmediatamente de acuerdo y decidieron realizar
unos festejos públicos para conmemorar la publicación y juramento
que las Cortes reunidas en Cádiz habían realizado del Código
legislativo Las fiestas tendrían lugar durante tres días, domingo
6, lunes 7 y martes 8 de Septiembre.
La víspera se anunció
la conmemoración mediante un repique general de campanas. El
domingo, a las cuatro de la tarde, comenzaron los actos. Los
representantes de los gremios, los vocales interinos del
Ayuntamiento, oficiales militares y el juez López Pelegrín se
situaron un tablado colocado en la plaza mayor. En esta ocasión se
había colocado ya un grandioso retrato de cuerpo entero del monarca,
que había realizado en un tiempo récord (en sólo seis días) el
profesor Juan José Bécquer. Alrededor del dosel fernandino se había
situado la tropa del regimiento de Pavía. Al lado izquierdo del juez
se había situado el brigadier del ejército nacional, Felipe
Balderiotti. En el lado derecho, el comandante del bergantín
británico y el teniente Pedro Rato junto con otros oficiales.
El encargado de recibir
de forma solemne el Código constitucional fue el ya nombrado Agustín
Francisco Velarde, un polémico abogado de la época que encontró la
forma de seguir en la primera línea política, aun a pesar de haber
pertenecido al Ayuntamiento durante los dos años de invasión
enemiga. El abogado recitó en voz alta los artículos de la
Constitución, en medio de un clamor popular, incluidos repique y
descargas de fusilería de la tropa militar. El ciudadano Antonio
Rey, dueño de una confitería en la plaza del Cabildo, colaboró
particular y generosamente con la ceremonia, pues cuando finalizó la
lectura de la Constitución comenzó a arrojar dulces al pueblo desde
los balcones y puertas de su tienda. Tras este acto de proclamación
se inició un desfile hacia el Barrio Alto, donde se repetiría el
mismo ceremonial en la Plaza Alta, transcurriendo la comitiva a lo
largo de la calle San Juan, Pradillo, Chorrillo, Cuesta de la
Caridad, calle Misericordia, Descalzas y Jerez.
Delante del cabildo viejo
en la Plaza Alta se había colocado otro tablado igual que el del
Barrio Bajo, rodeado por los granaderos del batallón patriótico. El
juez y sus acompañantes tomaron asiento y se procedió a repetir la
misma ceremonia de proclamación de la Constitución gaditana.
Posteriormente siguieron
los festejos. Delante de la Casa consistorial se habían colocado dos
tablados con gradas donde se colocó «una diestra y numerosa
orquesta». En el lado derecho se situaron unas estatuas que
simbolizaban las Ciencias y las Artes; y en un gran medallón dorado,
la leyenda siguiente:
Las ciencias
protegidas,
Las artes restauradas,
Por un Gobierno sabio
Se verán respetadas.
En el lado izquierdo
estaban situadas otras alegorías del Comercio y de la Agricultura,
con otro medallón también dorado que decía:
Florecerá el comercio,
Reinará la abundancia,
Será feliz el reino
A pesar de la Francia.
La parte alta estaba toda
engalanada con reposteros de damasco carmesí, con las armas de la
ciudad bordadas con hilo de oro y plata. En el centro estaba situado
el dosel con el retrato del rey Fernando. Todo ello fue iluminado por
casi 600 luces, distribuidas por balcones y azoteas del edificio
municipal, a las que se sumaban todas las que el vecindario colocó
en la Plaza y en las ventanas y balcones de sus casas. Tres grandes
banderas nacionales ondearon en la parte más alta: la de Inglaterra,
la de Portugal y la de España.
El gremio de los
montañeses colocó arcos de gran anchura y altura en las seis calles
adyacentes a la Plaza del Cabildo, siendo las de las calle San Juan y
Ancha de tres vanos.
Los lemas poéticos que
figuraban en cada uno de estos arcos eran los siguientes:
CALLE DE GALLEGOS:
Sabia Constitución, tú
nos preservas
de los tiranos: todo el
heroísmo
español resucitas,
cuando enervas
el infame poder del
vandalismo.
CALLE ANCHA
Eternas gracias,
gratitud eterna.
Por los auxilios que
dispensa a España
con fuerte brazo, con
unión fraterna
la Gran Bretaña.
CALLE DE LA BOLSA
Quinas, Leopardos y el
León de España
su gloria fundan en la
gran constancia
que paraliza la
impotente saña
de toda Francia.
CALLE DE LA VICTORIA
Siglos de vida, gloria
a los guerreros
hijos de España, que
para escarmiento
de ese vil coso, vibran
los aceros
con ardimiento.
CALLE DE SAN JUAN
Vivan por siglos los
legisladores,
Que a España ofrecen
un feliz destino
Y la protegen contra
usurpadores
Con justo tino.
CALLE DE LA AMARGURA
El gremio todo de los
montañeses
Demuestra grato
reconocimiento
A cuantos nos libertan
de reveses,
Y dan a los malvados
escarmiento.
Los arcos estaban
decorados con arrayán e iluminados con más de 2.500 luces en vasos
de colores, además de 200 faroles de cristal situados en las dos
caras de cada uno.
Por su parte, el Batallón
de Milicias había contribuido con una colgadura en damasco carmesí
y una gran inscripción en letras transparentes que decía: VIVA
FERNANDO SEPTIMO Y SUS ALIADOS, además de una octava que oponía la Constitución a la tiranía:
El derecho feudal, la
tiranía,
La servil dependencia,
el egoísmo,
En el orden la falta de
armonía,
A España impelen al
profundo abismo,
Fatal sepulcro de su
monarquía:
Mas en el punto de este
paroxismo
Sabia Constitución se
nos presenta
Que a España libra, y
todo el mal ahuyenta.
Al lado derecho estaba
situado el escudo de armas de España con su corona imperial. Al lado
izquierdo, colocaron en una repisa un arca luminosa que contenía en
su interior la Constitución y producía resplandores y destellos.
Alrededor del arca estaban las banderas inglesas y española unidas,
cubiertas por una corona de laurel.. En la parte inferior, tirada en
el suelo, el águila del escudo de Francia derramando sangre por las
heridas que le habían producido las armas victoriosas de ambas
naciones.
Todo el zócalo de la
portada principal del edificio se cubrió con yerbas verdes que se
entrelazaban con artística simetría con flores y frutas propias de
la tierra sanluqueña. En las ventanas laterales del edificio se
colocaron cuatro lienzos que representaban a la Providencia en forma
de rayo fulminante que atravesaba al águila francesa. Además, el
fiero león del escudo nacional le impedía levantar el vuelo y la
destrozaba con sus fuertes garras. La alegoría estaba acompañada
por una frase latina: Si Deus pro nobis, quis contra nos? (Si
Dios está con nosotros, ¿quien estará en contra nuestra?)
En la segunda ventana se
representaba el escudo de Sanlúcar y en cada uno de sus lados
figuraba un soldado de las milicias con su uniforme. En la tercera
se ilustraba un campamento desde el que se arrojaban bombas y balas
contra los franceses, calificando al duque de Dalmacia, que había
dominado militarmente la ciudad, de “fanfarrón”. En la cuarta
ventana se reproducía «la fama alada, tocando su trompa, y llevando
en la mano izquierda una corona de laurel y la palma de la victoria
obtenida sobre los franceses fugitivos del campamento de Cádiz»,
ciudad que aparecía representada en boceto, junto con los escudos de
Inglaterra y España.
El gremio de los
labradores se había encargado de decorar la plaza de San Francisco.
Y había colocado en ella doce arcos sobre pilastras, cuyos remates
terminaban en pequeñas pirámides. Al frente de todos se colocó un
trono forrado de damasco carmesí con el retrato de Fernando VII, al
que custodiaban dos estatuas de soldados y alumbraba cincuenta y ocho
cirios. Sobre los arcos se habían colocado un número considerable
de faroles que daban la adecuada iluminación a la plaza. También se
oía el fluir de una fuente con cinco caños de agua que circundaba
todo el conjunto.
El gremio de los
comerciantes se encargó de decorar la plaza de la Panadería baja.
Allí colocó, alrededor de la fuente de agua pública, un primoroso
jardín con todas las especies de flores y frutos, enmarcado por
cuatro arcos que sujetaban una gran corona de la que partía una
colgadura de tela blanca adornada con flecos y borlas de plata. Todo
ello aderezado de banderas españolas y multitud de macetas con
olorosas flores naturales e iluminado con quinientas luces.
La Plaza Alta fue elegida
por la Hermandad de Cosecheros de Vino para realizar su particular
homenaje a la Constitución gaditana. Con un monumento de nueve varas
de alto y treinta de largo, con tres entradas y varios arcos, se
erguía el lema ciceroniano: “Justitia est obtemperatio scriptis
legibus” (La justicia es la
obediencia a las leyes y a las instituciones ). En el interior de
este edificio efímero se colocó una tarima con balaustrada en
donde se situó una orquesta traída de Cádiz, pagada por la misma
Hermandad y que tocaba sus piezas bajo la representación de una
brillante estrella sobrepuesta a un castillo, que simbolizaban parte
del escudo de Sanlúcar. La iluminación de este conjunto superó las
mil cuatrocientas luces.
El
gremio de panaderos también contribuyó a la decoración de varios
rincones de la ciudad, además de donar generosamente quinientas
sesenta raciones de pan para el socorro de los necesitados. También
otorgaron a la tropa militar una ración doble de pan, que se sumaba
a la carne y el vino que ya se les había regalado, además de los
zapatos nuevos que se les había entregado junto con cuatro reales a
cada uno.
El
gremio de los pescadores levantó tres arcos en la calle San Juan,
esquina con el Pradillo. El del centro estaba presidido por un
retrato de Fernando VII, alumbrado por mil quinientas vasos de luces
de colores y arañas de cristal. La fuente de la plaza fue también
adornada a su alrededor con veinte arcos pequeños, revestidos de
vegetación y coronados por diez banderas de las naciones aliadas
contra Napoleón. En el centro de la fuente estaba el dios Neptuno,
acompañado de otras figuras mitológicas. La leyenda poética que
rodeaba esta fuente decia:
A
nuestros libertadores,
Nuestro
Rey y Constitución
Se
ofrece de mil amores,
En
esta corta expresión
El
gremio de Pescadores.
Además
de todo este despliegue decorativo, el gremio pescador había
colocado dos cañones que dispararon salvas al paso de la comitiva
que marchaba al Barrio Alto, además de inundar el pueblo con el
estruendo de multitud de cohetes, ruedas y otros fuegos artificiales
en forma de castillo de doce varas de alto.
La
ciudad presentaba un aspecto impecable, pues los vecinos habían
colaborado en la limpieza de las calles y en el aseo y decoración de
sus casas.
En la
tarde del lunes le tocó el turno a la fiesta de los toros. Se
corrieron cuatro astados con cuerda, que recorrieron varias calles de
la ciudad.
Tampoco
podía faltar la fiesta religiosa. En la Iglesia mayor,
magníficamente adornada e iluminada, se dieron cita todas las
autoridades para celebrar una solemnidad en unión con el clero. Los
mandatarios presidieron la ceremonia desde unos grandes estrados.
Todo ello acompañado de la consiguiente descarga de fusilería en el
acto de la consagración y el repique general de campanas. Se cantó
una misa con la ayuda de la capilla de cantores e instrumentistas. El
presbítero Joaquín Mariano Rosales pronunció el sermón. Rosales
se había destacado especialmente en el transcurso de los últimos
cuatro años por defender primero a Godoy, después por estar
agresivamente en su contra cuando cayó en desgracia, y, finalmente,
por estar a favor del rey José I y de los invasores franceses.
Finalmente, en esta ocasión, y como no podía ser de otra forma,
actuó como un convencido constitucionalista de toda la vida. Así
«hizo al pueblo una sabia y erudita exposición de las ventajas que
proporciona a los españoles la nueva Constitución política de su
Monarquía», con el mismo énfasis que años anteriores había
defendido el absolutismo, el más acendrado patriotismo
antinapoleónico o la sumisión y la alianza con los franceses. Era
cuestión de profesionalidad y de conversión camaleónica según las
circunstancias. Sólo la alta jerarquía eclesiástica podía
permitirse estas veleidades sin sonrojo ni disimulo alguno.
Joaquín
Mariano Rosales, había sido colegial de San Pelagio de la ciudad de
Córdoba, además de cura propio y beneficiado por oposición de la
iglesia mayor parroquial. En su sermón reflejó una gran parte del
estado de ánimo y de la opinión del las clases privilegiadas en un
momento tan crucial. Comenzó diciendo que se había sustituido el
llanto y la amargura por «el placer más puro, la dulce satisfacción
de haber cambiado las pesadas cadenas de una insoportable
servidumbre, por el suave yugo de un gobierno paternal». Rosales
califica a la nueva Constitución como «sabia, legítima, liberal y
benéfica» y se muestra totalmente satisfecho de que haya sustituido
a la de Bayona (aprobada en 1808), un código «servil y arbitrario»
que llevó a al país a la violencia y a la guerra..
«Con
qué placer repaso en mi memoria –dice Rosales– las máximas y
preceptos que con tanta previsión, tanto discernimiento y madurez se
han han sancionado en los trescientos ochenta y cuatro artículos que
contiene la nueva Constitución política de la monarquía española
que acaba de promulgarse en este templo». Era, según Rosales, un
código religioso, que se preocupaba de la felicidad pública, en
perfecta conexión con las máximas emanadas desde Moisés, Solón,
Licurgo, Numa Pompilio y aún Alfonso X el Sabio. Y que había
sentado «como base fundamental la inviolabilidad del monarca»
preservando a la vez «al ciudadano de la arbitrariedad y el
despotismo». Este código supremo separaba los poderes: legislativo,
ejecutivo y judicial, cortando así los abusos que dimanaban de la
concentración de estos poderes en unas pocas personas. Se conseguía
así un equilibrio social en el que debía basarse la prosperidad de
una monarquía moderada en base al pacto social. Para ello se
conserva en su cuerpo legislativo la soberanía de la nación sin
disminuir «los invulnerables derechos de propiedad, seguridad y
libertad que corresponden a cada uno de sus miembros». También se
respetaban, según Rosales, –y en ello estaba ciertamente
interesado– los fueros y las clases privilegiadas, aunque también
se reconocía el derecho a que todo ciudadano pudiera ascender en la
escala social en virtud de su «probidad y mérito». También se
conjugaba la severidad de la justicia con la compasión por el
delincuente.
La
Constitución gaditana también prestaba una gran importancia a la
Educación como objeto de progreso y evolución necesaria para las
ciencias y para el espíritu. Y señalaba a la agricultura, la
industria, las artes y el comercio como las fuentes perennes de la
riqueza del Estado, que debían siempre potenciarse para el mayor
bienestar y futuro de la patria.
Recalca
nuestro párroco que ve en la Constitución un gran exponente de la
religiosidad de un Estado que se rige por la moral. Y aplaude el
esfuerzo de «los honorables vocales de las Cortes» que supieron
conjugar tantas opiniones e intereses tan difíciles de conciliar.
Era, pues, una obra «de unas luces más que humanas, de una especial
y superior asistencia, de una divina inspiración».
La
homilía continúa por otros derroteros, pues a partir de aquí se
regodea en la victoria que el Dios católico había proporcionado a
todos los que habían sido víctimas de Napoleón, haciendo que los
crueles enemigos franceses huyeran del territorio ocupado. No había
que sufrir más ni tener miedo de volver a padecer la muerte civil
que significó vivir «bajo el yugo de nuestros opresores». Ya se
había implantado la libertad gracias a esta nueva Constitución que
se iba a jurar en el mismo transcurso de la ceremonia religiosa. Un
día que no se debería olvidar y debería quedar para siempre en la
memoria como un momento de gozo, satisfacción y consuelo.
Para
redondear el alborozo, lo único que se podía esperar ya es que el
amado Fernando VII fuera libertado de sus cadenas que le tenían
cautivo y se pusiera al frente de la nación en esta nueva etapa en
la que los esfuerzos para eliminar el despotismo deberían ser los
únicos caminos viables a partir de entonces.
Tras
la misa llegó la parte civíco-política. En un solemne escrito se
aseguró que Sanlúcar de Barrameda defendería la Constitución «con
todos sus esfuerzos, como un deber impuesto por la justicia y por la
religión». Pronostican además que el Código supremo contiene una
sabiduría «que será la admiración de la más remota posteridad».
Todo ello había traído a los espíritus sanluqueños un gran
placer, un rico entusiasmo y una profunda gratitud, «por haber visto
llegar los dulces momentos en la ciencia de gobernar a los hombres».
Según el manifiesto, redactado
y firmado por los diputados populares Agustín Francisco Velarde y Juan
Bautista Angioletti, todo ello era obra de Fernando VII, que había
conseguido tal proeza con sus esfuerzos.
El
clero sanluqueño, por boca de sus portavoces, los presbíteros
Andrés Arnaud y Bastos, y Pedro de Gabriel y Bernal, también se
pronuncian mediante otro manifiesto en el que expresan también su
exultante estado de ánimo por la liberación de la ciudad de la
esclavitud francesa: «Agobiados por espacio de treinta y un meses,
bajo un yugo cuya dura servidumbre excede a todo hipérbole...
Vilipendiados y oprimidos entre la crueldad y la tiranía», elevaban
sus manos al cielo para pedir que el pueblo disfrutara por fin «de
su única y legítima soberanía» con toda la alegría, felicidad y
placer. Se habían conjugado la espada y el talento para derrotar a
estos enemigos, y los mejores políticos habían dado a la luz una
Ley que daría «la grandeza y la prosperidad a nuestra patria». Una
Constitución «sabia, política y religiosa que afianzará para
siempre nuestra independencia y libertad». Todo ello, sin duda, en
honor de «nuestra hermosa e invencible monarquía española».
En un
manifiesto muy parecido, pero dirigido a la Regencia del reino, el
clero sanluqueño asegura haber estado sujeto vilmente «a unos
bárbaros monstruos y fieros opresores sin más religión, sin más
política que el orgullo, la disolución y la mentira». Acusan a los
invasores de haberlos confundido con la plebe, de haber despreciado
su «sagrado carácter», de haber vilipendiado su ministerio, de
haber mirado el santuario «como un teatro de diversión y de
placer», de haber visto atropellados sus ritos y ceremonias, de
haberlos injuriado: «Todo era desorden, infelicidad, confusión, por
donde quiera que los franceses fijaban sus inicuas plantas». (..)
«Ayer, desgraciados esclavos del tirano usurpador de la Europa, hoy
ciudadanos libres, fieles y obedientes a la autoridad suprema», la
«sagrada persona» del «adorado Fernando VII» de quien pedían su
liberación para la total felicidad de España.
También
dirigen un escrito de adhesión al cardenal arzobispo de Sevilla en
las nuevas circunstancias de tan «ventajosos acontecimientos» para
la religión.
Tras
la lectura de estos manifiestos, se procedió al juramento público
de la Carta Magna, que realizó el clero y el pueblo a un mismo
tiempo en presencia del juez de primera instancia. Tras este acto se
entonó el Te Deum,
repartiéndose cirios encendidos a todos los mandatarios presentes.
Para
compartir la alegría de este juramento, se ordenó que se les diera
una comida extraordinaria a los presos de la cárcel, que constaba de
tres platos, vino y postres del tiempo.
El
Ayuntamiento convidó también a los gerifaltes ingleses, al
gobernador militar Balderiotti, oficiales y diputados de los gremios
a una comilona «exquisita de setenta y dos cubiertos en primera
entrada y ochenta y cinco en la segunda». Se celebró en la galería
del jardín del Picacho. Precisamente donde los militares franceses
hacían también sus banquetes. La dueña de la finca, María del
Rosario Díaz Sarabia, había lamentado ante los organizadores el no
poder sufragar por sí misma la fiesta, pues la rapacidad de los
invasores la había dejado en muy apuradas circunstancias económicas.
Durante el guateque se realizaron los brindis de rigor, por el Rey,
por las Cortes, por la Regencia, por la Constitución, por la alianza
con Gran Bretaña, por Lusitania y hasta por Rusia. El juez, por su
parte, entonó su ofrenda por el Ayuntamiento, por el pueblo y por
todos los buenos españoles. Uno de los asistentes recitó este
poema:
Las
Cortes, Constitución,
La
unión con la Inglaterra
Harán
la más cruda guerra
Al
fiero Napoleón.
Y
nosotros en unión
Con
tan buenos ciudadanos
Clamaremos
muy ufanos:
Que
viva la libertad,
Y
que muera la impiedad
De
los bárbaros tiranos.
Finalizada
la fiesta gastronómica, marcharon todos, al compás de dos numerosas
bandas de música, hacia la plaza del Cabildo, que ahora habían
rebautizado como “Plaza de la Constitución”. Allí se celebraría,
sobre un tablado colocado en el centro, un divertido espectáculo que
deleitó a los varios millares de personas que se dieron cita y que
ridiculizaba a José Napoleón. Se liberaron seis tórtolas y otras
tantas palomas, que volaron hacia el cielo mientras se gritaba “¡VIVA
EL REY, VIVA LA CONSTITUCIÓN!”
En un
ambiente burlesco, donde iban apareciendo personajes ridículos en
forma de músicos esperpénticos, vestidos con los más peregrinos
disfraces, se reunió una especie de comparsa carnavalera que cantó
entre otros, el siguiente cuplé:
Ya
nuestra vista no topa
A
Soult en el campamento,
Ni
fue logrado su intento
Comer
en Cádiz la sopa.
Sólo
vemos a su tropa
Corriendo
a todo correr
Sin
quererse detener
A
parlar con sus ahijados,
Que
quedan cachifollados...
Mas
esto no puede ser.
No
hay duda: es un fanatismo:
Pues
ven hasta los muchachos
Que
invencibles los gabachos
Triunfarán...
En el abismo.
Después
se hicieron varias danzas y contradanzas serias. El final de los
festejos consistió en un espectáculo que tuvo lugar en el patio del
consulado de la calle San Juan, que también estaba engalanado con
hachas de cera, damasco carmesí y el retrato del monarca. En dicho
patio el joven estudioso Vicente Fernández de la Pradilla, alumno
premiado en Matemáticas, hizo remontar un globo aerostático de seis
varas de alto y once y medio de circunferencia. El globo se elevó
hasta perderse de vista y con la ayuda del viento marchó hacia la
sierra de Jerez.
En
ningún momento se originaron incidentes o excesos aun a pesar de la
gran concentración de personas que se dieron cita en cada uno de los
actos organizados.
El Globo en honor de la Constitución de Cádiz, elevándose sobre el Pradillo de San Juan (Recreación histórica) |
El 30
de Septiembre tuvo lugar la constitución legal del nuevo
Ayuntamiento. Tuvo lugar en las casas consistoriales situadas en la
Plaza mayor de la Constitución (Cabildo). La sesión fue presidida
por el juez de primera instancia interino, Tomás López Pelegrín.
Los convocados fueron: Joaquín Marcos y Manzanares, alcalde, Alonso
Julián Álvarez, alcalde 2º, Antonio Esper, Manuel García Fernández,
José María Ramos, Manuel Pimentel, Cristóbal Velarde, Pedro Moris,
José Alcántara, Francisco Jiménez, Andrés Respaldiza, José de
Burgos, José Marzán, José Ordiales, regidores y Agustín Francisco
Velarde y José Vélez Limón, síndicos.
Se
realizó a continuación la jura de sus cargos. El presidente les
preguntó, una vez puestos todos en pie: ¿Juráis por Dios
y por los Santos Evangelios guardar y hacer guardar la Constitución
política de la Monarquía española, sancionada por las Cortes
Generales y extraordinarias de la Nación y ser fieles al Rey?
A lo que respondieron todos: Sí, Juro.
Con ello quedó instalado el nuevo Ayuntamiento constitucional cuyo
mandato expiraría el 30 de Junio de 1814 por culpa de la
restauración absolutista que ordenó el reaccionario y traidor
monarca Fernando VII a su regreso a España. Pero eso forma parte de otra
historia bastante más desagradable.
Bibliografía
y Documentación:
–Manifiesto
de las demostraciones públicas con que la ciudad de Sanlúcar de
Barrameda ha celebrado la promulgación de la Constitución política
de la Monarquía Española en los días 6, 7, y 8 de Septiembre de
1812. Seguida de un Apéndice. Cádiz, Imp. Tormentaria,
1812.
–Archivo Municipal de Sanlúcar de Barrameda: Actas capitulares del
Excmo. Ayuntamiento correspondientes a 1812.
©
Salvador Daza Palacios, 2012. Prohibida su reproducción
sin citar la fuente y a su autor. Todos los derechos reservados.
1 comentario:
Magnífico trabajo.
Sorprendente regalo literario en estas fechas conmemorativas del bicentenario de la Pepa.
Sanlúcar merece ser recordada por su repercusión histórica en muchos ámbitos culturales y socioeconómicos.
Enhorabuena por ello y mis deseos a seguir leyéndote y animándote a que sigas sacando a la luz el talento que atesoras.
Un cordial saludo.
Francisco Oliva Márquez.
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